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Opinión

Redacción Capital

Impuestos y clavos ardiendo

Enrique Dans es profesor de Innovación en IE Business School.

El llamado "impuesto a las tecnológicas" es una prueba más de hasta qué punto los políticos son capaces de generar situaciones arbitrarias, absurdas y demenciales. Desde hace ya bastantes años sabemos perfectamente que el mundo ha cambiado, que los negocios también lo han hecho, y que muchos elementos como las fronteras, que jugaron un papel fundamental durante muchos siglos en el mundo que conocíamos, ya no tienen sentido en una economía digital.

A partir de ahí, se ha desatado toda una campaña interesada en contra de las compañías tecnológicas, debido a que, supuestamente, "no pagan impuestos". La afirmación es, como ya he escrito en numerosas ocasiones, parcial e interesada. Primero, porque las prácticas de optimización fiscal no son en absoluto exclusivas de las empresas tecnológicas: las llevan a cabo todas las compañías multinacionales.

Segundo, son técnicas completamente legales, y por tanto, si no nos gustan sus efectos, tendríamos que cambiar las leyes, no protestar porque alguien las cumple. Y tercero, porque lo que hacen las compañías tecnológicas es pagar sus impuestos mayoritariamente, como marcan las leyes, allá donde se crea el valor del servicio prestado: en este caso, en donde está su capital intelectual, es decir, en la mayor parte de los casos, en los Estados Unidos.

Los grupos de estudio que, en organizaciones como la OCDE, estudian cómo debería evolucionar la fiscalidad para adaptarse a sus nuevas circunstancias llevan años trabajando, y chocan con una realidad implacable: la política fiscal es algo que todos los países utilizan desde hace tiempo inmemorial para cuestiones como atraer inversiones, o simplemente como estrategia de país. Lo hacen paraísos fiscales, cuyo uso posiblemente deberíamos tratar de evitar, pero lo hacen también países como Irlanda, que simplemente ven como oportunidad atraer a empresas de una industria tecnológica, creen firmemente que hacerlo conllevará la construcción de un tejido social e industrial que les interesa, y por tanto, deciden incentivarlas para ello. Esos incentivos son legales, y sería absurdo y contraintuitivo pretender que las empresas renunciasen a ellos.

Francia, siguiendo una iniciativa de su ex-ministro de economía, Pierre Moscovici, propuso una idea arbitraria y polémica: gravar a las compañías tecnológicas de cierto tamaño con un impuesto de entre el 3% y el 5% de sus ingresos. Lo propuso como una medida transitoria, mientras no se llegaba a un acuerdo sobre cómo resolver este desajuste. Tras hacerlo, se encontró con que otros países con fuerte peso en la Unión Europea, como Alemania, el Reino Unido o varios países nórdicos, se echaban atrás en su aplicación temiendo desatar una guerra arancelaria que perjudicase sus exportaciones. El resultado es que Francia se ha quedado sola en sus pretensiones, y todo indica que ese impuesto va a terminar no implantándose.

"Seamos serios: los desbarajustes presupuestarios no se solucionan inventándonos impuestos para una industria determinada"

Sin embargo, llega España y ve en ese impuesto la oportunidad, el clavo ardiendo al que agarrarse para equilibrar unos presupuestos en los que ha tenido que hacer numerosas concesiones, y afirma que proseguirá con esta iniciativa independientemente del hecho de que en Europa, como tal, esté cayendo.

La idea es absurda: a poco que apliquemos las matemáticas, veremos que ni el dinero cobrado a las tecnológicas es suficiente para equilibrar nada, ni tiene ningún sentido penalizar a la industria tecnológica y la innovación en España con un impuesto arbitrario, que genera inseguridad jurídica a quienes se planteen invertir en nuestro país, y que además, no tiene sentido: pensemos, por ejemplo, en una compañía tecnológica como Spotify. ¿De verdad esperamos gravarla con un impuesto del 5% de lo que factura, cuando se trata de una compañía cuya actividad aún genera pérdidas? ¿Cómo esperamos que reaccione?

Lo mínimo que se puede pedir a un país serio es que lo sea. Que sea predecible y no genere inseguridad jurídica. Si inviertes en ese país, debes saber lo que te va a costar, y no depender de que a un gobierno le dé por establecer un impuesto a tu actividad de manera completamente arbitraria. Y si lo hiciese, que lo haga de acuerdo con la OCDE o con la Unión Europea, jamás en solitario. Ser impredecible es un enorme desincentivo para la inversión.

Seamos serios: los desbarajustes presupuestarios no se solucionan inventándonos impuestos para una industria determinada. Los clavos ardiendo son eso, clavos que arden. Y es mucho mejor no agarrarse a ellos.

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