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Opinión

Redacción Capital

Tal como éramos...

Recuerdo cuando fui diputado en el Congreso, durante la transición (1977/1982). Éramos de diferentes orígenes. Algunos habían sido cargos en el franquismo, los menos, pero influyentes y dispuestos al cambio; otros éramos de la oposición democrática, democristianos, liberales, socialistas, socialdemócratas, nacionalistas, regionalistas, comunistas, republicanos, alguno de la extrema izquierda…

Todos teníamos algo en común: buscar la libertad, la democracia, la integración en Europa, el desarrollo económico, social... Una ilusión colectiva, contemplada desde distintos puntos de vista; dispuestos a compartirla a costa de buscar soluciones en las que cupieran todos con espíritu constructivo.

Cuarenta años después, como dijo Alfonso Guerra, a España “no la conoce ni la madre que la parió”. Creo que para bien. Los números cantan: el PIB, la renta per cápita, el estado del bienestar, las infraestructuras, la entrada en la Unión Europea, la OTAN... Todos son positivos. No fuimos perfectos, pero sí eficaces. Eficaces a fuerza de ser conscientes de que teníamos que construir entre todos algo nuevo y de futuro.

La semana en que escribo este artículo en el Congreso ha habido broncas, no como las nuestras que eran de contraponer ideas, incluso pidiendo dimisiones. Las broncas de esa semana han sido aderezadas con insultos personales. Crispación que se huele en todas las noticias. Falta una visión en la que quepan todos porque a todos ilusione. Lo más difícil es la llamada “cuestión territorial”. Pero no es la única. Parte de los nuevos parlamentarios basan su discurso en el despreció a lo que hicimos en la transición, con afán de destruir el edificio construido sin dejar nada. Una crítica excluyente que impide el diálogo razonable. Lo peor de todo es la arrogancia de quienes se creen poseedores de la verdad y de los que solo saben responder con exabruptos.

Lo que pasa es de diagnóstico fácil. Falta que unos y otros se respeten y, aún más, se estimen. La política me recuerda el cuento indio de la rosa y el sapo. Según esta narración oriental, la rosa estaba orgullosa de su prestancia, su tallo espigado y sus pétalos rojos y sépalos verdes. Sin embargo, nadie se le acercaba y eso le entristecía. Al mirar a su base vio un sapo de piel rugosa y ojos saltones que le dio asco y gritó: ¡Vete de aquí, me espantas a los admiradores! El sapo se fue pesaroso porque estimaba a la rosa. Al cabo de unos meses el sapo volvió y observó que la rosa estaba ajada, sus pétalos y sépalos rotos y caídos. ¿Qué te pasó?, preguntó el sapo. La rosa respondió: que hormigas y pulgones me asaltaron y así me dejaron. ¿Y qué te crees que yo hacía?, volvió a lamentarse el sapo: comerme esos bichos para que tú estuvieras bella y poderosa.

Tal como éramos...

La moraleja es clara. Hasta los que piensas que te perjudican tienen su función en la vida para tu bien. Gobierno y oposición son necesarios el uno para el otro, como en el cuento lo es el sapo para la rosa y viceversa. Más aún, porque en el juego de la política una vez se es rosa y otra sapo sucesivamente.

La crítica constructiva de la oposición evita que los gobiernos cometan muchos errores, que se enroquen y sobre todo que entren en el “síndrome de la Moncloa”. Si el Gobierno no es capaz de verlo así, cometerá errores, se creerá en posesión de la verdad y será incapaz de oír lo que pasa a su alrededor, con lo que al final perderá el poder. Si la oposición no es capaz de ayudar al Gobierno, no podrá esperar lo recíproco cuando sea Gobierno. Unos y otros se necesitan mutuamente.

Alemania ha conseguido varías veces construir la “Große Koalition” (Gran Coalición), en la que democristianos y socialdemócratas forman un gobierno conjunto en situaciones comprometidas para el país. No es necesario llegar a ese extremo, pero sí hay que tomar nota de ese ejemplo. Eso es patriotismo, porque seguro que unos y otros pierden ante sus electores, ya que en la alianza deben renunciar a algo. Pero gana la nación, que es de lo que se trata.

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