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Revista Capital

«Una Cataluña independiente quizá es viable económicamente en el medio y el largo plazo, pero no en el...

Por Redacción Capital

Jordi Canal es un historiador gerundense apasionado por el carlismo y cuestiones como el secesionismo catalán. En su último libro, titulado “Con permiso de Kafka. El proceso independentista en Cataluña” (Ed. Península), estudia el denominado “procés” y reconstruye el pasado y el presente de Cataluña y de los principales símbolos utilizados: desde el himno “Els Segadors” y otras canciones hasta la fiesta del 11 de septiembre (la llamada Diada), sin olvidar la bandera estrellada (estelada) y los lazos amarillos.

¿De dónde y cuándo surge el sentimiento nacionalista catalán, y cuándo se transforma en independentismo?

El nacionalismo catalán surge a finales del siglo XIX. Antes existían catalanismos, regionalismos o provincialismos. Lo que cambia, en aquel momento (recuérdese que es un momento de profunda crisis en España, vinculada al 98), es que el nacionalismo catalán plantea que su nación ya no es España, que queda relegada a ser un Estado artificial, sino Cataluña. Y de ello extraen la siguiente conclusión, teorizada por Enric Prat de la Riba: si Cataluña es una nación, merece convertirse en un Estado. ¿Cuándo? Hoy, mañana o pasado mañana. El nacionalismo catalán ha sido a lo largo del siglo XX muy pragmático y posibilista. Con algunas excepciones, ha dejado la independencia para pasado mañana, conformándose con una autonomía más o menos amplia. A principios del siglo XXI, coincidiendo con una nueva crisis de gran profundidad y aprovechando el exitoso proceso de nacionalización al que el pujolismo sometió a la sociedad catalana, los nacionalistas catalanes han decidido que esta independencia era para hoy o, máximo, para mañana. Y en ello estamos. Podríamos decir que el nacionalismo catalán siempre ha tenido un fondo independentista, aunque durante décadas los verdaderos independentistas fueran minoritarios en su seno. Ahora, en cambio, dominan el movimiento y han embarcado a la sociedad catalana en un triste viaje a ninguna parte.

¿Cómo hemos llegado aquí? ¿Beneficia esto en algo a Cataluña y a España?

Hemos llegado a ello en distintas etapas y de varias maneras: un nacionalismo activo en el siglo XX, un proceso de nacionalización exitoso a finales del siglo XX, una aventura insensata de pergeñar un nuevo Estatuto a partir de 2003, una sociedad en crisis económica, social y política antes incluso de 2008, intereses partidarios cruzados, grupos sociales que no quieren verse afectados por los cambios vividos en este inicio del siglo XXI, insensatez por parte de algunos líderes –desde Mas a Puigdemont, sin olvidar a Junqueras, Forcadell o los Jordis-, incomprensión e inactividad por parte de otros –en especial del Gobierno español-, etc. Y todo ello hasta llegar a los hechos de septiembre, octubre y noviembre de 2017, con un auténtico golpe de Estado de un lado y una aplicación débil pero efectiva del artículo 155 de la Carta magna. Evidentemente, esto no puede beneficiar de ninguna manera ni a Cataluña ni a España. Yo sostengo en el libro que, termine como termine este conflicto, todos hemos salido ya perdiendo. Perdiendo desde un punto de vista económico y político, está claro, pero también desde un punto de vista social y sentimental. La reconstrucción es imposible. Habrá que imaginar y construir nuevas maneras de vivir juntos de cara al futuro.

¿Cómo se contempla desde Francia, lugar en el que reside, todo lo que está pasando en Cataluña? ¿Cómo cree que se nos percibe en estos momentos desde Europa?

Se contempla con una cierta perplejidad. Y se hacen distintas lecturas. En primer lugar, está la incomprensión hacia algunos de los planteamientos del nacionalismo catalán. Algunos se preguntan cómo puede ocurrir algo así en una España con unos niveles de descentralización incomprensibles para una parte de los franceses, acostumbrados a un Estado mucho más centralista. El nacionalismo recuerda, además, pasados dolorosos, tanto en Francia como en muchos otros países europeos. Al mismo tiempo, existen simpatías hacia Cataluña y su nacionalismo, basados en realidades y también prejuicios. Las realidades tienen mucho que ver con la exitosa campaña exterior del independentismo, que ha sabido explotar los silencios y los errores del Gobierno español (las imágenes y el relato del 1-O, por ejemplo). Esta exitosa campaña no se ha encontrado en frente, durante mucho tiempo, ninguna otra versión que la contradiga. Parece que el ministro Borrell está haciendo pasos firmes para cambiar esta situación. Pero el mal ya está hecho. No pueden olvidarse los prejuicios, que algo tienen que ver con la pervivencia de retazos de la famosa leyenda negra. Así, una España insuficientemente democrática y atrasada se confronta con una Cataluña moderna y faro de la democracia. Desde Francia siempre se ha visto con suspicacia la enorme transformación de España en las últimas décadas. Y, evidentemente, lo que algunos aceptan para Cataluña, nunca lo aceptarían para Bretaña o Córcega. En Europa, en general, España y el constitucionalismo perdieron la batalla del relato frente al independentismo catalán. Esta es una de las grandes asignaturas pendientes para nuestros gobernantes.

¿Cuáles son, en su opinión, los errores que se están enseñando actualmente en las escuelas e institutos catalanes? ¿Existe un fomento del odio a España y a los españoles?

El fomento del odio a España y a los españoles en las escuelas existe, sin duda, aunque no me atrevería a decir que es algo generalizado. No se trata exactamente de adoctrinamiento, aunque algo haya de ello, sino de integración activa en un universo hiper-nacionalizado, que se cuela en los libros de texto, en las actividades lectivas y en los juegos. No en vano el colectivo profesoral constituye uno de los pilares del proceso. El modelo de “escuela catalana” es esencialmente nacionalista, en lengua y en contenidos. En la segunda mitad de 2017 y en 2018 muchos centros escolares se han convertido, al margen del día 1 de octubre, en espacios intensamente politizados a través de pancartas, carteles, lazos, pintadas o trabajos manuales de signo indepe, y en algún caso se ha llegado a actitudes parcialmente segregacionistas y supuestos delitos de odio que están siendo investigados. En la escuela catalana ha existido desde la década de 1980 una suerte de gota a gota, día tras día, que ha transmitido e inculcado firmemente una determinada visión del mundo, en la que Cataluña no tiene nada que ver con España y que, por tanto, debe separarse de ella.

¿Cree que todo esto tiene solución?

Depende. En cualquier caso, es muy complicado. Estamos ante un fenómeno de profundas raíces, que se ha alimentado sin cortapisas desde 1980 como mínimo. Las políticas cortoplacistas que se están imaginando pueden resultar útiles para contener en el presente al independentismo y restaurar una mínima convivencia. Pero si no existe un proyecto a medio y largo plazo, no hay verdadera solución. ¿Alguien se ha parado a pensar cómo queremos que sean la Cataluña y la España de 2030? ¿Cómo podemos vivir juntos en el futuro? Existen un par o tres de cosas totalmente imprescindibles para una solución duradera: una revisión de la financiación autonómica, una revisión de los pasados traspasos de competencias y, finalmente, un control mayor por parte del Estado de la escuela, la televisión y la policía autonómica catalanas. No pienso que sea imprescindible una reforma de la Constitución por ahora. Lo que falta es extrema generosidad por parte de las comunidades autónomas y los grandes partidos políticos. Y echar a la basura el fatal cortoplacismo. Es difícil, muy difícil, pero quizás no imposible. Veremos.

¿Cuál cree que sería la situación a la que se tendría que enfrentar Cataluña si finalmente se independizara?

Una situación muy distinta a la que han prometido los líderes independentistas y que sus seguidores se han creído (es una cuestión de fe y religión política). La idea de que con la independencia se soluciona todo y Cataluña vivirá libre y feliz, rica y plena, es una de las grandes mentiras de este siglo XXI. Es una enorme mentira, pero miles de personas se lo han tragado. La realidad, sin embargo, no es tan bonita, como ya mostraron en octubre pasado la fuga de empresas, las serias advertencias de los dirigentes de la Unión Europea o el clamoroso silencio de ese mundo que, a decir de los independentistas, iba a abrirles los brazos y saludar su “heroicidad”. Detrás de una posible independencia solamente hay conflicto, deuda y aislamiento. Y, lo que resulta más trágico, una sociedad fracturada como es ya la catalana, dividida por la mitad. Una Cataluña independiente es quizás viable económicamente en el medio y el largo plazo, pero no en el corto. Una separación no es nunca buena noticia y menos todavía si el proceso que conduce a ella está lleno de mentiras, traiciones y deslealtades.

Entrevista publicada en el número de noviembre de 2018 de la Revista Capital.

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