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Opinión

Redacción Capital

¿Es la meritocracia una falacia?

Plácido Fajardo

Algunos autores atribuyen a la República de Platón el origen de la meritocracia, cuando afirmaba que debería dirigir la sociedad una élite intelectual “que tenga la capacidad de pensar más profundamente, ver con más claridad y gobernar con más justicia que nadie”. La China de Confucio, la Serenissima Venecia y la Francia de Napoleón perseveraron en esta encomiable idea al elegir a sus gobernantes en función de sus habilidades, méritos y esfuerzo.

 Siglos más tarde, la sustitución progresiva de la aristocracia por la meritocracia supuso un avance notable en las sociedades modernas. Ya fuera en entornos públicos o privados, se trataba de elegir a los mejores mediante la valoración de sus capacidades y de su esfuerzo por desarrollarlas y aplicarlas, sin importar la clase social de procedencia, el credo, la etnia o el género.

Pero la cosa no es tan sencilla y tiene sus detractores. Una de las críticas alude a la falta de igualdad de oportunidades reales a la hora de desarrollar el potencial y competir en buena lid, lo que viene condicionado a menudo por circunstancias sociales y económicas de origen, por no hablar del limitado acceso a la educación de máxima calidad. Lo afirma así el aclamado profesor de Harvard Michael Sandel en su libro La tiranía de la meritocracia, un ideal que resulta atractivo, pero al que considera de difícil realización práctica.

Desde otros postulados, se critica que la obtención de resultados, aun producidos mediante la inteligencia y el esfuerzo —medidos con criterios discutibles, eso sí—, supone una acumulación desigual de la riqueza, al tiempo que fomenta un exceso de agresividad competitiva en las sociedades. “La división entre ganadores y perdedores ha envenenado la política y nos ha separado, lo que tiene que ver en parte con las crecientes desigualdades de las últimas décadas”, dice Sandel.

"Las economías avanzadas adoptaron la meritocracia como su principal rector"

Insiste en ello Adrian Wooldridge, editor político de The Economist, para quien “las economías avanzadas de hoy adoptaron la meritocracia como su principio rector hasta permitir a los meritócratas exitosos que manipularan sus sistemas, creando focos de resentimiento e ira en los ciudadanos”. En su recién publicado The Aristocrazy of Talent, indica que “fue esta frustración la que impulsó a Donald Trump a la Casa Blanca y sacó al Reino Unido de la UE”.

Hay quien destaca su pretendido carácter poco democrático, al suponer una especie de jerarquía de los mejores, que tiende a perpetuarse en el tiempo y a autoprotegerse, en una especie de coto cerrado. Ello provoca que el pueblo se alce frente a la elite de los “elegidos para la gloria” —como en el título de aquella película—, lo que termina por alentar a los populismos En nuestro país, la meritocracia en la educación está en la picota. Se buscan fórmulas para reducir el fracaso escolar, aderezadas con un cierto adoctrinamiento, según parece. Nos debatimos entre la necesidad de fomentar el esfuerzo e incentivar el mérito para conseguir el aprendizaje, según propugnan unos, y la de minimizar al mismo tiempo las consecuencias del bajo rendimiento, según otros.

Estos últimos tratan de dulcificar los efectos de quienes rinden o se esfuerzan menos, mostrándose permisivos con los estudiantes más flojos, en aras de un igualitarismo tan poco diferenciador como nada estimulante para los más aplicados. Si la educación es la mejor aliada para aumentar la igualdad de oportunidades, más valdría elevar el listón de la exigencia en lugar de bajarlo para fomentar, en última instancia, la mediocridad.

 Si hablamos de las empresas, las mejores de ellas implantaron hace muchos años los sistemas basados en el meritaje para tomar las principales decisiones de contratación, promoción, retribución, etc., de sus profesionales. Es cierto que los criterios para determinar el mérito son a menudo objeto de controversia, y, por ello, se van actualizando con el fin de adaptarse mejor a las circunstancias del momento. Es admisible que se le pueda acusar de subjetiva y habrá a quien le parezca elitista —bendita sea la élite, si es la del talento, pienso—. Pero, a pesar de sus imperfecciones, no tengo dudas de que siempre será infinitamente más deseable que basar las decisiones sobre las personas en el capricho y la arbitrariedad.

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