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Revista Capital

La reforma permanente

Por Redacción Capital
Por Javier Esteban, periodista e investigador

Es un hecho que, entre bambalinas, Pedro Sánchez y Yolanda Díaz ya le han aclarado a Bruselas que eso de derogar la reforma laboral de 2012 no es más que retórica mitinera y no un intento de escaquearse de aprobar la suya propia.  

Así que voy a obviar el debate de si el Estatuto de los Trabajadores que reescribió Rajoy es o no una norma maravillosa e infalible a la que no hay que tocarle una coma. Una década después, con las estadísticas de empleo en la mano, lo que se ve es que ha caducado en buena parte de sus aspectos y en otros se quedó bastante a medias.  

Ya en 2014, cuando el Ejecutivo ‘popular’ aún retenía su mayoría absoluta, se empezó a hablar tímidamente de una reforma laboral 2.0. El objetivo era atajar unas tasas de precariedad que, pese a la incipiente creación de empleo, seguían –y siguen–estancadas.  

Se redujeron formularios y trámites, pero no fue posible ir más allá por la destrucción del bipartidismo político y un esperpéntico bloqueo político de un año que devolvió a La Moncloa a un Rajoy debilitado en escaños para forjar una nueva tanda de grandes reformas, mientras el PSOE entraba en modo de interinidad y abría una guerra interna que a la larga llevó, como todos sabemos, a Pedro Sánchez a La Moncloa.  

Así que nunca sabremos si esa segunda fase de la reforma del PP hubiera funcionado; habría exigido además un Pacto de Estado, lo cual nos coloca en el escenario de la fantasía pura.

La reducción del número de contratos

Como único vestigio de lo que pudo ser, tenemos el compromiso para reducir a tres el número de contratos. Sánchez lo pactó con Albert Rivera en su fallida investidura de 2015, Ciudadanos lo traspasó a su acuerdo con Rajoy a finales de 2016 y, finalmente, PSOE lo firmó con Pablo Iglesias como directriz del Gobierno de coalición en 2019. Eso sí, junto al compromiso de derogar los aspectos más lesivos de la reforma laboral.   

Entre estos aspectos más lesivos no estaba la regulación de los ERTEs, estirada y convertida en una barra libre durante la crisis de la Covid-19. Tampoco la del teletrabajo o los riders, otras dos medallas que se pone el Ejecutivo actual pero que, en rigor, no son más que desarrollos reglamentarios de lo que dice la reforma de 2012.  

Necesarios, sin duda, porque hace una década ni una pandemia global ni la eclosión algorítmica de la gig economy estaban en nuestro horizonte, pero su carácter de simple puesta al día les ha hecho nacer desfasadas ante lo que se nos viene encima en términos de transformación digital. Un ámbito al que los Presupuestos de este año dedican más de 12.000 millones de euros, por cierto. 

Así que, ¿no debería preocuparnos que la insistencia en derogar la reforma laboral de 2012 no sea más que una cortina de humo para no hacer la que necesitamos ahora? 

Hasta donde sabemos, lo que se negocia se basa en tres pilares: reducir modalidades de contratos –seis años después, qué menos que invitar a Rivera a la foto–, reformular las posibilidades para la temporal y reforzar el poder de patronales y centrales sindicales que negocian convenios sectoriales. La ley ya permite que esa negociación colectiva limite la temporalidad en una empresa o sector, aunque no sirva de nada.  

De adaptar el coste de la contratación y el despido, que sepamos, no se habla –ese aspecto tampoco es lesivo

Reforma laboral 5.0

El problema es que todo esto sigue siendo una reforma laboral 2.0. Deberíamos estar hablando de la 4.0 o la 5.0. pero seguimos con las mismas recetas. Todas nuestras reformas de la contratación han buscado equiparar nuestro mercado laboral a la media europea y han fracasado incluso en términos estadísticos.  

¿Por qué? Porque siguen centradas en regular y redefinir las tipologías de empleo, más que como una herramienta para estimular un modelo productivo que supere la estacionalidad. De hecho, existen figuras como los indefinidos fijos-discontinuos que, vistos desde fuera, parecen diseñadas para engañar a las estadísticas.  

Una reforma laboral no debería verse como una ley convencional, sino como una parte troncal de la hoja de ruta económica de cualquier Gobierno para actuar sobre la realidad presente y futura del mercado de trabajo, fomentando la creación de empleo de calidad. Cualquier parálisis en esta tarea es un rotundo fracaso. Sobre todo, en un país como España. Seguir usando excusas y eufemismos, ya no tiene excusa.  

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