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Opinión

Juan Ramón Rallo

¿Cómo poner fin a la inflación?

Por Juan Ramón Rallo, doctor en Economía. Profesor en la Universidad Francisco Marroquín, en el centro de estudios OMMA, en IE University y en IE Business School 

Los estallidos inflacionistas, que se manifiestan en espirales precios-salarios pero que encuentran una causa última en las políticas fiscales y monetarias que ejecutan los Estados, son difíciles de detener porque, al final, sólo pueden frenarse con dolor, esto es, convirtiendo a algún colectivo de personas en perdedoras netas.  

Tomemos la situación actual: los costes de muchas empresas, especialmente los energéticos, se han disparado durante los últimos meses, y parte de ese encarecimiento de inputs ha terminado siendo trasladado al precio de sus mercancías. Tan es así, que la economía española terminó 2021 con una tasa de inflación interanual históricamente elevada: del 6,7% (la más alta en tres décadas). 

Mientras tanto, empero, el conjunto de los salarios regulados por convenio colectivo apenas se incrementó un 1,5%. También, por cierto, el salario mínimo en 2021, el cual creció de 950 euros a 965 (un 1,57%). Es decir, que los salarios en 2021 perdieron alrededor de un 5% de su poder adquisitivo. 

Así las cosas, los trabajadores sólo cuentan con dos alternativas: o asumir el empobrecimiento del que han sido víctimas por culpa de la inflación (con lo que ello acarrea de empobrecimiento personal, de reducción de consumo y, en última instancia, de ralentización económica), o tratar de recuperar parte de este poder adquisitivo a lo largo de 2022. 

Pero, ¿cómo recuperar el poder adquisitivo perdido? Pues sólo por la vía de reclamar alzas salariales por encima del IPC que termine dándose en 2022 (por alta que sea el alza salarial, si el IPC de 2022 se incrementa todavía más… Los trabajadores seguirán perdiendo poder adquisitivo). 

Sin embargo, si los salarios crecen más que los precios de las empresas, el margen de beneficios de éstas se estrechará adicionalmente, de modo que sólo tendrán dos alternativas: o reducir la actividad (con la posible pérdida de empleo que ello supone) o volver a aumentar los precios para mantener sus márgenes (arriesgándose, eso sí, a una pérdida de competitividad global si ese mismo proceso inflacionista no se reproduce más allá de nuestras fronteras). 

Como vemos, pues, la inflación nos aboca a una ralentización económica (no necesariamente recesión) o a un encadenamiento de las expectativas inflacionistas: trabajadores que reclaman mayores salarios, empresarios que suben precios como reacción a los mayores salarios y trabajadores que nuevamente vuelven a reclamar mayores salarios como reacción a los mayores precios. 

Contrarrestar la inflación

Y, justamente, el primero de estos dos escenarios -la ralentización económica- es aquél que los bancos centrales y los gobiernos nacionales tratan de evitar a través de sus políticas de estímulo: que la actividad y el empleo no decaigan facilitando el gasto privado vía apalancamiento (de ahí las reducciones de los tipos de interés) o vía rebajas fiscales y promoviendo directamente el gasto público a través de la chequera presupuestaria (de ahí el déficit público). Cuanto más afloje la actividad para tratar de contener los precios, menores serán los incentivos de las autoridades monetarias y fiscales a levantar el pie del acelerador de estímulos. 

Ahí llega, en suma, la necesidad de echar mano del dolor para contrarrestar la inflación. Una vez ésta se ha desmadrado, contaminando las expectativas de los agentes económicos -en la eurozona, por suerte, parece que todavía no hemos llegado a ese extremo, pero no deberíamos confiarnos-, los bancos centrales tendrán que subir tipos de interés, los gobiernos tendrán que abrocharse el cinturón presupuestario y o bien las empresas tendrán que padecer un estrechamiento de sus márgenes o los trabajadores, una merma en su poder adquisitivo (o una combinación de ambos). 

En cualquier caso, frenazo económico para mantener a raya las expectativas inflacionistas y para contener la explosión de gasto nominal potenciado por esas expectativas y por las políticas acomodaticias. 

Existe, empero, una posibilidad que pondría fin a la inflación sin frenazo económico y sin demasiado dolor: los aumentos de la productividad. Una mayor productividad permitiría impulsar el crecimiento al margen de las políticas de estímulo y, a su vez, contener la subida de precios (incluso rebajar algunos) al tiempo que se mantiene la competitividad de las empresas. 

Es decir, con mucha más productividad podrían desinflarse las expectativas de subidas de precios con más crecimiento, no con menos. Ahora bien, está claro que los aumentos generalizados de la productividad son algo infinitamente más fácil de desear que de lograr. 

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