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Opinión

Redacción Capital

El marqués de Salamanca o el arte de perdonar las deudas

“Todo está hoy demasiado reglado como para que algo así se produzca y no quedan hombres con los mimbres de Salamanca”

Al marqués de Salamanca lo consideraba su amigo Alejandro Dumas un Conde de Montecristo moderno. Se enriqueció y se arruinó a partes iguales, huyó del país escondiéndose primero en un baúl y disfrazándose luego de sargento, volvió y remontó de nuevo su imperio. José Antonio Torrente Fortuño lo llama “bolsista romántico” en un libro sin reeditar desde 1969. Él estaba ahí, cuando todo aquello era campo más que parqué, pegando el primer pelotazo de nuestra historia.  

En 1844 llegó a ganar tres millones de reales en una sola sesión. En su libro Torrente Fortuño desgrana cómo el avisado marqués, que gracias al monopolio de la sal estaba bien informado de cuanto se cocía en la política española y tenía buenos cauces de comunicación en la corte y más allá, logró alcanzar tan astronómica cifra jugando a la contra de todos cuantos se reunían en el entonces claustro del convento de San Martín. A principios de los 40 se vivió una burbuja especulativa de inusitado optimismo, pero sólo el eximio marqués, que por entonces era Don José de Salamanca a secas, estaba ahí para recoger beneficios el día en que todo explotó.  

Lo más notable de Salamanca no es que, de la noche a la mañana, se hiciera rico, sino que en un solo segundo decidiera renunciar a ello. Ante sus numerosísimos acreedores, el marqués se alzó sobre la multitud con las pólizas en la mano y mientras las agitaba gritó “Perdono tutti”, emulando al Don Carlo de la ópera ‘Ernani’. Aquel gesto heroico, romántico, lo dice todo de un personaje de otro tiempo, quizás más ingenuo y apasionante que éste.     

Lo mejor que proporciona el dinero es la posibilidad de verlo arder un día entre las manos; de ser uno mismo quien le prenda fuego, quien condone la deuda, quien pague la ronda. La generosidad obliga más que la más abusiva de las deudas. Actuando como actuó, el marqués se ganó la simpatía de toda la corte de una manera semejante a la de Vito Corleone cuando libró a los vecinos de Little Italy de la Mano Negra. Hay algo infinitamente más extorsivo en quien perdona una deuda que en quien la exprime al máximo.  

Claro que eran otros tiempos, tiempos románticos como hemos dicho, en que no todo estaba atado ni medido. Tiempos en que se fiaba en las tabernas (la humilde hipoteca del proletario). Hoy ni se fía en los bares ni nadie se fía de nadie, lo que ha ahorrado muchos malentendidos con los listos de la clase. Hablaba Emilio Carrere a principios de siglo de los “piruetista”, bohemios y malvivientes que iban dando tumbos, piruetas, de tasca en tasca, con una pasmosa habilidad para dar el salto justo cuando toca aflojar la moneda. También Honoré de Balzac escribió un compendio maravilloso de pillería en esta línea: “El arte de pagar sus deudas sin gastar un céntimo”. Y a fe que sabía de qué hablaba.     

Salamanca siempre supo que, para ganar mucho dinero, hace falta previamente desprenderse de mucho más. Es el poco aprecio a algo lo que hace que luego venga fácil a nuestras manos. En cosas del amor, opinaba Pavese que sólo la indiferencia podía servir de estrategia exitosa ante la otra parte. El perdón multitudinario del marqués era, más que indiferencia, insolencia y jactanciosidad tanto como caballerosidad. Desprendiéndose de los tres millones de reales que le debía medio Madrid, conquistaba una preeminencia sublime sobre los demás y cimentaba a la larga la mayor fortuna que se había visto en su tiempo.      

No se me ocurre nada comparable en estos días. En aquellos tiempos, la economía eran dos personas jugándose los cuartos cara a cara y todavía era posible que un inesperado factor humano cambiara las tornas o propiciara gestos como el “perdono tutti”. Todo está hoy demasiado reglado como para que algo así se produzca y no quedan hombres con los mimbres de un Salamanca, tan listo como temerario, tan caballeroso como bucanero.   

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