¿A quién no le gustan las historias de fantasmas? Hoy, puesto que ya no existen los castillos ni las viejas mansiones, a los fantasmas hay que buscarlos en otro tipo de megaestructuras, particularmente en la Administración. También ahí hay inmensas salas, recovecos, zonas ciegas y telarañas. Se antoja un lugar idóneo para esconderse. A veces, algún empleado público emerge a la luz años después de haber ingresado en la Administración, como esos soldados japoneses que pasaron décadas bajo tierra en espera de que acabara la Segunda Guerra Mundial. Pero lo normal es que una casualidad los haga aflorar: nadie sale por gusto de un sueldo público.
Este mes, por ejemplo, hemos sabido más de la historia de Antonio Torres, un apéndice de aquel lodazal de los ERE andaluces que ahora se quiere limpiar de polvo y paja. Torres, a la sazón alcalde socialista de Lebrija, se incorporó a la Faffe (Fundación Andaluza Fondo de Formación y Empleo) al término de su largo mandato. Allí estuvo ocho años en un puesto creado ad hoc, un puesto en el que no le vieron el pelo, claro. Cuando saltó el escándalo de los contratos amañados y el desvío de dinero para prostíbulos y gastos particulares, preguntaron por él en la Faffe y nadie supo dar razón. Había cobrado un total de 500.000 euros sin aparecer jamás por la oficina.
No es un caso único, menos aún en este tipo de cargos de confianza creados con la intención de gratificar a un estómago agradecido. El caso de Joaquín García también tiene su gracia: cobró durante seis años unos 37.000 euros anuales sin pisar el Ayuntamiento de Cádiz. El pastel se destapó cuando lo nominaron para recibir una placa conmemorativa por sus 20 años de servicio. Descubrieron que jamás hubo tal servicio y que, por tanto, no había nada que celebrar.
La Administración está plagada de ‘fantasmas’ de este tipo, con mayor o menor grado de invisibilidad. Muchos entienden que, puesto que “el dinero público no es de nadie”, nadie va a pedir cuentas. Y suelen tener razón. Insisto: es fácil esconderse en un lugar tan rico en vueltas, revueltas, techos falsos y armarios. Además, la Administración, en manos de los políticos, sigue una lógica acumulativa, de manera que los servicios creados se mantienen en el tiempo aunque ya no sirvan a ningún fin.
"La Administración, en manos de los políticos, sigue una lógica acumulativa: los servicios creados se mantienen en el tiempo aunque ya no sirvan a ningún fin"
En una biografía clásica de la reina Victoria, escrita por Lytton Strachey, se cuenta cómo el príncipe Alberto afrontó la reorganización de la Casa Real y el palacio de Windsor mientras su esposa se dedicaba a la alta política. El consorte descubrió así que en las salas se agazapaba un ingente gasto innecesario. Por ejemplo, existía una ley no escrita por la cual una vela ya encendida no podía ser encendida de nuevo.
También encontró un gasto de treinta y cinco chelines desde tiempo inmemorial para “vino para el salón Rojo”. Tras mucho indagar descubrió que antaño hubo una sala pintada de ese color en el que se alojaba la guardia. Aquello fue en tiempos de Jorge III, pero el vino seguía llegando puntual a aquella sala, donde lo disfrutaba un avispado ayudante a mayordomo.
No es raro encontrar partidas de este tipo en el ámbito público y, aunque en menor medida, en el privado. Al fondo del trayecto del dinero siempre hay alguien que cobra por lo que no hace. Hay que reconocerles a estos ‘fantasmas’ una habilidad especial para aprovecharse de los numerosos puntos ciegos de la Administración o para atraerse el gasto público a su sardina, que es algo bastante sencillo si se tiene mano con los que lo reparten. Al común de los mortales, para quienes arañar un euro más es una proeza, nos indigna y a la vez nos fascina morbosamente los lugares tan insospechados en los que acaba nuestro propio dinero. Es una lástima que nunca estemos en su trayectoria.