Revista Capital

El último viaje del papa Francisco

El 21 de abril, a las 7:35 de la mañana, Francisco murió como había vivido: sin hacer demasiado ruido. Hijo de inmigrantes italianos en un barrio humilde de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio aprendió pronto que las cosas importantes se hacen en silencio. Durante su pontificado llevó a la Iglesia más allá de sus mapas tradicionales, alejándola del poder y acercándola a las periferias. Su apuesta fue por un cristianismo de presencia humilde y consuelo silencioso. Así, el papa Francisco demostró que la fuerza de la fe se mide en la capacidad de estar junto a los que casi nadie ve

Por Marta Díaz de Santos

Jorge Mario Bergoglio nació en un hospital cualquiera de Buenos Aires, el 17 de diciembre de 1936. Hijo de inmigrantes italianos, sus padres, Mario José y Regina María, trabajaban duro y soñaban poco. Su padre era contador en el ferrocarril y su madre, Regina María, ama de casa. En la casa familiar se hablaba más de trabajo que de política y más de rezar que de discutir. Él, mientras tanto, creció entre partidos de fútbol en la calle, con una fe que se presentaba como forma de resistir.

Antes de ser cura fue muchas otras cosas: técnico químico, portero de discoteca, profesor… Estudió en la Escuela Técnica Industrial Nº 27 Hipólito Yrigoyen y trabajó en un laboratorio. Era bueno con las fórmulas; pero también tenía un gran hobbie: ser hincha de San Lorenzo, un amor que no renegó nunca, ni siquiera con la sotana puesta. En su adolescencia pasó una enfermedad grave: una infección pulmonar le costó parte de un pulmón; herida que marcó su vida para siempre.

Francisco no quiso trascender por sus declaraciones, sino por la visita silenciosa a una pequeña iglesia en el desierto, a un campo de refugiados, a una misa en un idioma que apenas entendía

Entró en el seminario casi de sorpresa, como quien acepta una invitación que lleva tiempo ignorando. Se hizo jesuita en 1958. De aquellos primeros años como novicio quedan fotos en blanco y negro donde se le ve serio, delgado, mirando al suelo. Sus compañeros recuerdan que era exigente, sobre todo consigo mismo.

Antes de llegar a Roma, Jorge Bergoglio fue profesor de literatura y psicología en colegios de Buenos Aires. Era un lector voraz que hablaba de autores como Borges o Cervantes con una pasión que hoy cuesta imaginar en un pontífice. A sus alumnos les enseñaba a pensar, escuchar, y a mirar el mundo con compasión.

A los 36 años fue nombrado provincial de los jesuitas en Argentina, justo en los años más oscuros de la dictadura militar. No le gustaba hablar de política, pero su forma de estar ya era una política en sí misma: proteger a los perseguidos, ayudar en silencio, arriesgarse sin pedir aplausos. Después de aquellos años, su vida fue un camino de ida hacia la humildad: párroco de barrio, obispo auxiliar, cardenal discreto.

Su vida no tuvo nada de dorada, más bien se hizo a sí mismo en los barrios donde la fe no se rezaba en latín. Cuando entró en la Capilla Sixtina para el cónclave, lo hizo con un billete de regreso a Buenos Aires en el bolsillo. Su plan era votar, “perder” y volver a casa. Pero terminó siendo elegido papa. Como si Dios, o la historia, se hubiera fijado en aquel chico de Flores que nunca soñó con el poder, pero sí con cuidar a los suyos.

Y así fue. Cuando el Vaticano parecía seguir el guion de siempre, fue elegido papa y se hizo llamar Francisco, toda una declaración de intenciones.

Francisco había dicho muchas veces que la Iglesia no debía ser "una empresa de marketing espiritual". Y en su despedida, hizo de su cuerpo el último mensaje

El papa que el mundo necesitaba

Cuando en 2013 Jorge Mario Bergoglio fue elegido papa, muchos esperaban que su pontificado reforzara los grandes centros de poder de la Iglesia: Europa, Norteamérica, los focos tradicionales. Pero Francisco miró hacia otro lado, hacia donde apenas había catedrales, donde los católicos cabían en una habitación y donde nadie esperaba que un papa viajase.

Su visión no era una estrategia geopolítica ni una carrera por los números. No buscaba balances económicos ni victorias diplomáticas; quería recordar que la fe cristiana empezó en las periferias del mundo, y que ahí debía seguir estando. Por eso, uno de sus últimos viajes públicos fue a Mongolia, un país con apenas 1.500 católicos en una población de más de 3 millones de personas y un lugar donde las iglesias no tienen vitrales ni historia medieval, más bien paredes de yeso y bancos de plástico.

Francisco creía que los márgenes son el centro real del Evangelio y que el mensaje de Jesús tenía sentido, sobre todo, donde no había lujos ni cámaras. Mongolia fue solo un ejemplo. También viajó a Sudán del Sur, a Baréin, a lugares que apenas salían en las noticias, salvo cuando había guerras o desastres. Su proyecto para la Iglesia no se centró en ampliar su influencia en el tablero global, sino en llevar consuelo a los que ya casi no lo esperan. A los cristianos aislados en Asia Central, a las minorías en el mundo musulmán, a las comunidades pobres olvidadas en África.

Así, el papa que venía de un barrio humilde de Buenos Aires terminó llevando la voz de los olvidados al centro del Vaticano, y la del Vaticano a los confines del mundo.

Francisco entendía que la fe no debía ser un activo financiero ni un instrumento de poder, él seguía hablando de almas y de abrazos. Para él, la misión de la Iglesia era "curar heridas y calentar corazones" y su fuerza estaba, como siempre, en su gente. Incluso, y sobre todo, en los lugares donde parece que no queda nadie.

El papa que quiso arreglarlo todo

La reforma de la Curia llegó con Praedicate Evangelium, un documento que nadie en el Vaticano pronunció en voz alta sin antes santiguarse. Centralizó el poder en el Evangelio y descentralizó las oficinas. Dio aire a los laicos, antes casi visitantes de cortesía, y puso a mujeres al frente de departamentos que antes parecían clubes privados de hombres en sotana. Una vez más, quiso una Iglesia de servicios, no de privilegios.

Pero si algo definió su pontificado, no fue solo la mudanza de los muebles administrativos, sino la lucha contra la tragedia más oscura: los abusos sexuales, un escándalo que venía de décadas atrás. Francisco reaccionó tarde para algunos, demasiado pronto para los que preferían no reaccionar. Expulsó cardenales, pidió perdón, se reunió con víctimas en encuentros tan duros que los cronistas no pudieron sostener la pluma. Creó tribunales especiales y endureció las penas.

Tras su muerte queda una Iglesia menos autoritaria, más expuesta, más herida pero también más verdadera

En una de las paredes invisibles del Vaticano, alguien escribió en latín: "No tocarás las finanzas". Francisco, probablemente, lo leyó y pidió un spray para tacharlo. Mandó auditar las cuentas y abrió investigaciones. También creó la Secretaría de Economía, que suena a ministerio gris pero dentro es una guerra sin pausas: la de arrancarle opacidad a una institución a la que no le gustaba dar explicaciones.

Fuera del Vaticano fue todavía más revolucionario. Se reunió con rabinos y patriarcas y cruzó fronteras que parecían líneas de fuego. En 2019, en Abu Dhabi, firmó junto al gran imán de Al-Azhar un documento sobre la fraternidad humana que dijo, con una sencillez abrumadora, que las religiones no están hechas para matarse entre ellas.

Fue una bofetada a siglos de desconfianza y fue acusado por sectores de la iglesia de traidor, de hereje, de ingenuo. Pero no le importó.

Un funeral austero

Cuando el papa Francisco murió, el mundo se preparó para una despedida histórica. Lo fue, también, por la sobriedad exacta de quien pidió marcharse sin brillos ni privilegios.

El 21 de abril, a las 7:35, el papa más humano de los últimos tiempos nos dejaba; y con él, se apagaba también una forma distinta de habitar el poder. Francisco había dejado instrucciones claras: quería un funeral "austero, simple, sin homenajes personales".

El ataúd fue de ciprés, el más sencillo, sin adornos dorados ni escudos pontificios. No hubo trono para despedirlo, ni vidrieras cubriéndolo. Apenas una cruz, algunas flores discretas y la plaza más famosa del cristianismo convertida en campo abierto. Tampoco fue enterrado como a los papas: no en una tumba monumental, sino en la cripta donde descansó brevemente Benedicto XVI. Y otra petición suya: la sencillez también debía llegar al lugar donde reposarían sus restos.

Ni estatuas, ni calles con su nombre, ni placas conmemorativas. Nada. Francisco había dicho muchas veces que la Iglesia no debía ser "una empresa de marketing espiritual". Y en su despedida, hizo de su cuerpo el último mensaje.

El funeral, celebrado el 26 de abril de 2025 en la Plaza de San Pedro, congregó a más de 200.000 personas, incluyendo líderes mundiales, dignatarios y fieles de todo el mundo. Entre los asistentes destacados se encontraban el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y su mujer Melania, quienes ocuparon asientos en primera fila. También vimos al presidente ucraniano Volodímir Zelenski, el presidente francés Emmanuel Macron y los reyes de España, Felipe VI y Letizia.

Un funeral sin estatuas, ni calles con su nombre, ni placas conmemorativas

La misa fue presidida por el cardenal Giovanni Battista Re, quien destacó el legado de Francisco como un papa cercano a los desfavorecidos y comprometido con la construcción de puentes en lugar de muros. El féretro del papa fue trasladado en cortejo hasta la basílica de Santa María la Mayor.

Durante la misa, un silencio sepulcral. No hubo grandes coros ni discursos de poder. Todo se centró en las lecturas del Evangelio con la voz del pueblo. Su funeral fue su última homilía. En una Iglesia acostumbrada a despedir a sus líderes con honores de emperadores, él eligió irse como un fraile más. Sin trono. Sin oro. Sin miedo.

¿Qué queda después de su muerte? Probablemente, una Iglesia menos autoritaria, más expuesta, más herida pero también más verdadera. Y la certeza, entre sus enemigos y sus fieles, de que Francisco no salvó todos los muebles, pero sí encendió la luz en habitaciones que llevaban siglos cerradas. También deja una Iglesia que tal vez no le agradezca su incomodidad. Y esa, en el fondo, será su mayor victoria.

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