El campo español abastece a nuestro país y a Europa de productos muy valorados e imprescindibles. Sin embargo, los productores alzan la voz para quejarse de las pésimas condiciones que sufren para seguir adelante con sus negocios, afectados por la competencia de cosechas extranjeras y una regulación que discrimina el producto local y premia el de fuera. Natalia Corbalán, presidenta de SOS Rural, analiza esta problemática en esta entrevista con Capital.
En términos generales, ¿cómo ve la situación del campo —agricultura, ganadería— en España?
Hablo sobre todo de las pequeñas y medianas explotaciones, que para nosotros son la base. El futuro, hoy por hoy, es complicado. El principal problema es la competencia desleal: las exigencias medioambientales, sociales y laborales que tenemos en España y en Europa son mucho mayores que las de terceros países, y eso encarece mucho la producción. Cuando llegan productos de fuera, más baratos y sin los mismos requisitos, revientan los precios y el agricultor no puede competir.
Además, la demanda está muy concentrada en grandes superficies y cadenas de distribución. Esas empresas tienen una fuerza negociadora enorme y, al final, eligen lo más barato para llenar los lineales, aunque venga de miles de kilómetros. El productor español queda arrinconado.
¿Puede mencionar algunos ejemplos?
Ahora mismo los casos más graves son Egipto con la naranja, Marruecos con el tomate —incluido el conflicto del Sáhara Occidental, cuyo estatus legal es objeto de sentencias europeas— y el acuerdo con Mercosur, que permitiría entrar carne y productos agrícolas sin las mismas condiciones que tenemos aquí. La patata también sufre con las importaciones de Egipto e Israel.
En muchos de estos casos se paga al agricultor español por debajo del coste de producción, algo que infringe la ley de la cadena alimentaria. Pero esa ley, en la práctica, no funciona: se imponen multas, sí, pero pequeñas, y las empresas continúan igual. La sanción no compensa el daño, y el agricultor se arruina.
Ha mencionado varias veces Murcia. ¿Cómo está la situación allí?
En Murcia, que es de donde te hablo, la producción de tomate ha caído de forma drástica. Zonas que hace diez años eran punteras, con empresas exportadoras y tecnología de punta, hoy están prácticamente desaparecidas. El campo de Cartagena, que fue la huerta de Europa, corre el riesgo de perder superficie agrícola ante el avance de los proyectos fotovoltaicos.
No estamos en contra de las energías renovables —al contrario, son necesarias—, pero no pueden desarrollarse a costa de las tierras agrícolas. En Jaén, por ejemplo, hay proyectos que podrían eliminar olivares históricos; en la campiña norte se están fraccionando proyectos para esquivar la evaluación ambiental, lo que pone en peligro municipios enteros que viven del aceite de oliva. Y la ley eléctrica permite declarar estos proyectos de “utilidad pública”, lo que autoriza a expropiar terrenos. Muchos agricultores sienten que no tienen elección: si la explotación agrícola no es rentable, la única salida es arrendar o vender la tierra. Si la alternativa es cobrar por hectárea para poner paneles o vender la tierra, muchos optan por lo segundo porque la explotación agraria no es rentable.
Otro asunto candente es la entrada de grandes fondos e inversores. ¿Lo ve como una oportunidad o una amenaza?
Es una tendencia con luces y sombras. Que el capital extranjero se interese por el campo demuestra que la tierra tiene valor: el mundo necesitará producir alimentos siempre. Pero al mismo tiempo, la concentración de tierras y empresas hace desaparecer al pequeño propietario, y con él se pierde diversidad, empleo local y equilibrio territorial.
El problema es que para competir hoy hace falta escala. Un agricultor pequeño o una pyme lo tiene muy difícil para sobrevivir sola; o se integra en una cooperativa o acaba firmando contratos de dependencia con grandes grupos. Las cooperativas siguen siendo la mejor herramienta para que los pequeños tengan poder de negociación, pero incluso así, la presión del mercado es enorme.
Hay otro problema que es el del relevo generacional. ¿Qué se podría hacer para que los jóvenes se animen a quedarse en el campo?
Lo primero, reducir la burocracia. Los agricultores pasan más tiempo rellenando papeles que trabajando la tierra. Entre registros, controles y sanciones, la Administración está asfixiando al sector. Eso desanima a los mayores y ahuyenta a los jóvenes.
También hay un problema de imagen: durante años, el discurso político y mediático ha presentado al agricultor como un contaminador o un obstáculo para el medio ambiente. Hay que revertir esa visión. El agricultor es el primer ecologista: vive de cuidar la tierra y mantener el territorio.
Por último, lo esencial: el precio. Si el trabajo no da para vivir, no habrá relevo generacional posible. Nadie quiere heredar una explotación que solo genera deudas.
Echemos un vistazo a la política europea. En tu opinión, ¿cómo se justifican los acuerdos comerciales que pueden acabar perjudicando al productor local?
Es una cuestión compleja. Nosotros estamos a favor del libre comercio, pero en la práctica muchos acuerdos internacionales se firman usando al sector primario como moneda de cambio. A veces se aceptan concesiones agrícolas para lograr ventajas industriales o financieras, y eso destruye tejido productivo rural.
La Política Agraria Común nació tras la Segunda Guerra Mundial para garantizar la seguridad alimentaria de Europa, pero en las últimas décadas se ha ido vaciando de presupuesto y de sentido. Cada vez tiene menos peso real y más burocracia, y eso debilita nuestra soberanía alimentaria. En esencia, hablamos de un acuerdo por el que vamos a comprar carne y otros productos agrícolas a cambio de vender coches.
¿Qué consecuencias puede tener eso en el futuro? ¿Cómo afectan estos acuerdos a la autonomía alimentaria de Europa?
La pandemia y la guerra de Ucrania ya nos dieron una lección: cuando dependes de terceros países para alimentarte, eres vulnerable. Si hay una crisis de transporte o un conflicto, te quedas sin suministro. Y cuando falta comida o suben los precios, el problema deja de ser económico y se convierte en social.
Por eso decimos que el campo no es un sector más: es estratégico. Si Europa deja de producir alimentos y los compra fuera, pone en riesgo su autonomía y seguridad.
¿Qué papel juegan las grandes superficies en todo esto?
Uno muy relevante. Ellas imponen precios, controlan la oferta y marcan las condiciones. Si los lineales se llenan con productos importados, el consumidor ve precios bajos y no se pregunta qué hay detrás. Pero esos productos a veces se cultivan con fitosanitarios prohibidos aquí o en condiciones laborales inaceptables. Al final, el productor español compite en desigualdad y el consumidor cree que gana, pero a largo plazo perdemos todos: desaparece la producción local y comer sano se encarece.
¿Qué medidas concretas proponéis desde vuestra organización?
Primero, una regulación real contra la competencia desleal en los acuerdos comerciales. Segundo, revisar la normativa europea para evitar que el campo sea la moneda de cambio en las negociaciones internacionales.
También pedimos proteger las tierras agrícolas frente a los macroproyectos energéticos cuando existan alternativas razonables; aplicar de verdad la ley de la cadena alimentaria para garantizar precios justos; y simplificar los trámites administrativos que hoy impiden producir.
Y algo que consideramos fundamental: reconstruir el relato social del agricultor. No somos un sector atrasado, somos sociedad civil organizada, apartidista, y queremos influir para que las políticas protejan al campo.
Este martes celebráis un evento para poner en valor todo esto. ¿Qué me puede contar al respecto?
Este 11 de noviembre en Madrid, en el Hotel Ritz, tenemos una jornada dedicada a analizar la competencia desleal, con expresidentes autonómicos, juristas y expertos científicos. Queremos visibilizar los problemas estructurales del sector y proponer soluciones concretas.
Para cerrar, ¿qué mensaje le gustaría dejar?
Que hay que dar la batalla por el sector primario. No es una cuestión romántica: es una cuestión estratégica. El campo garantiza la alimentación, fija población en el territorio y genera riqueza real. Si lo dejamos caer, perderemos no solo explotaciones, sino soberanía, cultura y futuro. El campo no es pasado: es el futuro que estamos a punto de perder si no reaccionamos.


