Cuando el consorcio español ganó el contrato del AVE entre La Meca y Medina, el mensaje fue nítido: España se imponía a franceses, alemanes y chinos en uno de los proyectos ferroviarios más codiciados del planeta. El relato inicial fue de epopeya tecnológica y triunfo de la “marca país”.
Luego llegó la realidad. Retrasos, sobrecostes, peleas internas y fricciones con las autoridades saudíes desmontaron rápido el cuento de hadas. Durante años se habló más de problemas que de peregrinos deslizándose a 300 por hora sobre la arena. Pero el tiempo ha ido girando la cámara: hoy la línea funciona, mueve millones de pasajeros al año, sobre todo durante el Hajj, y el consorcio encadena prórrogas y nuevos pedidos de trenes. El “AVE a la Meca” ha pasado de dolor de cabeza a argumento de venta.
Porque ya no es solo un contrato, es una tarjeta de visita. Demuestra que empresas españolas pueden diseñar y operar alta velocidad en condiciones extremas, a 50 grados y en medio del desierto. Y esa credencial se usa para llamar a otras puertas: de Riad a Bruselas, de proyectos en el Golfo a consultorías discretas en América Latina o a la expansión de servicios internacionales entre España y Francia, con trenes de alta velocidad circulando hasta Lyon o Marsella y Renfe intentando hacerse hueco en el terreno de la SNCF.
En paralelo, la operadora pública y el resto del sector han ido extendiendo tentáculos: participación en empresas ferroviarias de Europa central, contratos de asesoría para nuevos corredores, papeles de “operador en la sombra” en grandes proyectos. A veces llegan los trenes y las tripulaciones; otras, solo los manuales y los powerpoints. El patrón es el mismo: empaquetar la experiencia acumulada en la red española y en el desierto saudí y venderla como un servicio llave en mano.
Nada de esto se entiende sin la dimensión política. Detrás del AVE a la Meca y de muchos de estos movimientos exteriores hay gobiernos de distinto signo, ministerios volcados, embajadas hiperactivas y una pieza constante: la monarquía. La imagen del Rey, primero Juan Carlos I y luego Felipe VI, se ha utilizado como activo diplomático para apuntalar la presencia de empresas españolas en Arabia Saudí y otros mercados estratégicos. Viajes oficiales con nutridas delegaciones empresariales, audiencias con casas reales y jefes de Estado, gestos y guiños protocolarios que suelen ir seguidos, no siempre por casualidad, de avances en licitaciones y contratos. El resultado es claro: cada éxito del AVE internacional refuerza la idea de una Corona útil para los negocios y para la proyección exterior del país. En ese reparto de beneficios intangibles, el Rey figura siempre entre los que más ganan.
Sobre el papel, la internacionalización del “AVE español” presenta una lista atractiva de vencedores: Renfe diversifica ingresos en plena competencia en casa; la industria ferroviaria -fabricantes, ingenierías, constructoras, empresas de señalización- llena sus carteras con contratos millonarios; el Estado engorda su discurso de “potencia ferroviaria” y mejora su posición diplomática. Pero en la letra pequeña aparecen los riesgos: megaproyectos sujetos a vaivenes políticos, decisiones unilaterales del socio local, conflictos regionales que pueden hacer saltar por los aires las cuentas.
Cuando algo se tuerce, el respaldo del Estado y el capital simbólico invertido, incluida la implicación de la Corona en la fase de seducción, se traducen en presión para renegociar, alargar plazos o asumir costes que acaban difuminando la frontera entre riesgo empresarial y riesgo colectivo.
A todo ello se suman las preguntas incómodas sobre el destino. Arabia Saudí es un socio con enormes recursos y una agenda de modernización ambiciosa, pero también con un historial de derechos humanos muy cuestionado. Operar, consolidarse y aspirar a nuevos contratos allí, y en otros países con perfiles similares, coloca a una empresa pública española en una zona moralmente pantanosa. No basta con decir que “el tren siempre mejora la vida de la gente”: la cuestión es qué precio se acepta pagar por ese relato y quién decide dónde están las líneas rojas.
El AVE que España exporta hoy no es solo acero y electrónica. Viajan también banderas, contratos, carreras políticas y coronas. Cada nuevo proyecto internacional suma ingresos, empleo y prestigio, pero concentra buena parte de las ganancias visibles e invisibles en un pequeño núcleo de actores: grandes empresas, Estado y Casa Real.
El resto, la ciudadanía que respalda y avala este modelo de diplomacia a alta velocidad, apenas ve el tren pasar mientras se pregunta quién, exactamente, sale realmente a cuenta cuando el negocio se descarrila.
