El auge del turismo de corta estancia ha transformado el mercado inmobiliario en ciudades y destinos vacacionales de toda España. Plataformas como Airbnb, Booking o Vrbo han facilitado el alquiler vacacional a miles de propietarios, pero también han generado preocupación por su impacto en el acceso a la vivienda, la convivencia vecinal y el control fiscal. Para ordenar esta oferta, muchas comunidades autónomas han establecido un Registro Único del Alquiler Turístico (RUAT), de inscripción obligatoria para quienes alquilan su vivienda a turistas, aunque sea de forma esporádica.
Este registro sirve como herramienta de control para las administraciones. Su principal objetivo es identificar las viviendas destinadas a uso turístico, garantizar que cumplen con los requisitos legales y fiscales, y evitar la competencia desleal frente al sector hotelero. Aunque cada comunidad tiene su propio sistema (Cataluña, Baleares, Andalucía, Comunidad Valenciana...), la lógica regulatoria es similar: toda vivienda turística debe estar inscrita, obtener un número identificativo y cumplir una serie de exigencias técnicas y administrativas.
El proceso de inscripción suele comenzar con la presentación de una declaración responsable de actividad turística. En algunos casos se requiere una licencia previa. A esto se suma la documentación habitual: cédula de habitabilidad, referencia catastral, seguro de responsabilidad civil, número máximo de plazas autorizadas y compromiso de respetar las normas de convivencia del edificio o comunidad. Tras la validación, se asigna un número de registro que debe figurar en toda la publicidad del alojamiento, especialmente en las plataformas digitales. Omitir ese número puede ser motivo de sanción.
Desde un punto de vista económico, regularizar una vivienda turística implica declarar sus ingresos ante Hacienda. Los beneficios obtenidos deben tributar en el IRPF como rendimientos del capital inmobiliario, salvo que se presten servicios propios de la industria hotelera, en cuyo caso pueden estar sujetos a IVA y otras obligaciones empresariales, como el alta en el Impuesto de Actividades Económicas (IAE). También conviene considerar que algunos ayuntamientos pueden recalcular el IBI o revisar la calificación catastral del inmueble, afectando a la fiscalidad local.
Frente a los ingresos que puede generar el alquiler turístico, las sanciones por incumplimiento suponen un riesgo serio. Las comunidades autónomas han endurecido los regímenes sancionadores: operar sin estar inscrito puede acarrear multas de hasta 60.000 euros en casos graves, y aún las infracciones leves, como no mostrar el número de registro en los anuncios, pueden costar varios miles de euros. En determinadas regiones también se contempla el cierre forzoso del alojamiento o la inhabilitación temporal para volver a operar.
Más allá de las sanciones, estar al margen del registro supone quedar fuera de la legalidad y operar en una economía sumergida que cada vez tiene menos margen de maniobra. Las plataformas tecnológicas ya colaboran con las autoridades fiscales, y los municipios con alta presión turística están implementando controles automatizados que cruzan anuncios online con los registros oficiales.
Cumplir con la normativa puede parecer engorroso, pero también abre puertas. Regularizar la actividad permite acceder a seguros específicos, formalizar contratos con agencias o turoperadores, y proyectar una imagen más profesional que puede traducirse en mejores tarifas y mayor ocupación. A medio plazo, lo que hoy parece una obligación podría convertirse en una ventaja competitiva.
El alquiler turístico ha venido para quedarse, pero lo hará bajo normas más estrictas. El Registro Único, además de una exigencia legal, es una forma de consolidar una actividad económica que debe ser sostenible, fiscalmente responsable y compatible con el derecho a la vivienda.
