El Papa Francisco descansa en la Sala Clementina, entre muros que hoy guardan un silencio sepulcral. El Vaticano ha difundido las primeras imágenes del Pontífice fallecido, tendido en su ataúd de madera clara, vestido con los ornamentos litúrgicos y la mitra blanca.
No es habitual ver a un Papa así: con los ojos cerrados y los labios mudos, pero todavía habitado por la fuerza de lo que representó. La última vez que vimos algo semejante fue con Juan Pablo II, aunque entonces el protocolo fue más contenido y encorsetado.

Las imágenes, difundidas por los canales oficiales del Vaticano, le muestra a él, con el crucifijo sobre el pecho y el rostro en paz. Fuera, en la plaza de San Pedro, la cola para despedirse es tan larga como las esperas del mundo moderno. Viejos con rosarios, jóvenes con pancartas, familias enteras con bebés dormidos en los brazos. "Gracias, Francisco", se escucha. El Papa que vino del fin del mundo y que quiso una Iglesia pobre para los pobres, se va sin oropeles, casi como vino. Pero no del todo: la historia ya está escribiendo su nombre.
Mientras tanto, la maquinaria del Vaticano sigue su curso. El jueves será el funeral en la plaza, con dignatarios del mundo entero, en un acto que será a la vez homenaje y despedida política. Y, en las sombras, los cardenales comienzan a mirar hacia adelante, hacia el cónclave. Pero por unas horas, al menos, el mundo católico ha podido detenerse.
En ese ataúd abierto, con la luz cayendo sobre el rostro sereno del primer Papa latinoamericano, hay una enseñanza más. La de la fe como descanso y la del poder entendido como servicio, hasta el final.
