La actualización del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) para cubrir la inflación no es solo una decisión política o social: es también un ejercicio de ingeniería financiera para miles de empresas. Los cálculos apuntan a un impacto agregado de unos 1.500 millones de euros adicionales en costes laborales, una cifra que obliga a revisar presupuestos, márgenes y estrategias de negocio, especialmente en sectores intensivos en mano de obra y en pymes con poco colchón financiero.
En los departamentos financieros, el primer paso ha sido poner números al problema. Muchas compañías han elaborado simulaciones internas para ver cómo se encadena la subida del SMI con el resto de la estructura salarial. No solo suben los salarios mínimos: también hay que reajustar tramos inmediatamente superiores para evitar que trabajadores con más responsabilidad o antigüedad cobren prácticamente lo mismo que quienes acaban de entrar. Esa “reordenación de escalas” multiplica el coste y obliga a afinar mucho las cuentas.
A partir de ahí, la respuesta empresarial se apoya en varias palancas. Una de las más evidentes es la gestión de márgenes. En sectores donde la demanda se mantiene fuerte o existe cierto poder de negociación sobre el cliente, las empresas intentan trasladar una parte del aumento de costes al precio final de sus productos o servicios. Sin embargo, no todas pueden hacerlo: en actividades muy expuestas a la competencia internacional o a licitaciones públicas cerradas, subir precios no es una opción, y la única alternativa es asumir el golpe reduciendo beneficios o recortando otros gastos.
Ahí entra la segunda gran línea de actuación: la eficiencia. La subida del SMI está acelerando decisiones que llevaban tiempo encima de la mesa. Proyectos de automatización de almacenes, implantación de software de gestión de turnos y horarios, herramientas de control de productividad o digitalización de procesos administrativos que se habían pospuesto “para más adelante” ahora pasan a ser prioritarios. El razonamiento es simple: si cada hora de trabajo es más cara, cada hora de trabajo tiene que aportar más valor.
La reorganización de plantillas es otro de los frentes en los que ya se están viendo movimientos. Más que hablar abiertamente de despidos, muchas empresas optan por no renovar determinados contratos temporales, agrupar funciones en menos puestos y reducir horas extras. Se revisan turnos, se concentran recursos en las franjas de mayor demanda y se fomenta la polivalencia del personal: trabajadores capaces de cubrir varias tareas (atención al público y almacén, producción y control de calidad, caja y reposición) se vuelven especialmente valiosos en este nuevo contexto.
En los sectores de márgenes más estrechos, como la hostelería, el comercio minorista, la agricultura o los cuidados, el problema es más agudo. Muchos negocios ya operaban con estructuras muy ajustadas, y el incremento de costes laborales se suma a otras presiones como el encarecimiento de la energía, los alquileres o las materias primas. Aquí surge el miedo a que, si no se articula una respuesta equilibrada, parte de la actividad pueda desplazarse a la economía sumergida o simplemente bajar la persiana.
La negociación colectiva también se ha convertido en un espacio clave de adaptación. Comités de empresa y direcciones están revisando convenios, complementos y cláusulas de revisión salarial para evitar duplicidades y armonizar las subidas. En algunos casos, las empresas proponen repartir las mejoras en varios años o ligarlas a objetivos de productividad, intentando que el coste adicional vaya acompañado de cambios en la organización del trabajo.
Las pymes, que concentran buena parte del empleo en España, afrontan este escenario con menos recursos, pero también con mayor flexibilidad. Muchas están recurriendo a asesorías externas para rediseñar sus estructuras de costes, explorar ayudas públicas a la digitalización y estudiar fórmulas de financiación que les permitan capear el aumento salarial sin ahogar su tesorería. Programas de formación subvencionada, inversiones en herramientas digitales sencillas y una gestión más estricta de inventarios y stock están siendo algunas de las respuestas más habituales.
A medio plazo, la gran incógnita es si esta presión sobre los costes laborales se traducirá en un salto real de productividad o si, por el contrario, se limitará a un ejercicio de contención del daño. Si las inversiones en tecnología, organización y formación cuajan, muchas empresas podrían salir de este proceso más eficientes y competitivas. Si no lo hacen, el riesgo es doble: perder margen de maniobra e incorporar rigideces en un entorno internacional cada vez más exigente.
Mientras tanto, en los consejos de administración y en los despachos de dirección de recursos humanos se repite la misma idea: la subida del SMI es ya un dato, no una hipótesis. La batalla se libra ahora en cómo convertir esos 1.500 millones adicionales de coste en una palanca de cambio y no solo en una losa sobre las cuentas de resultados.
