Tras el ataque llevado a cabo por Estados Unidos contra instalaciones nucleares en Irán el pasado 22 de junio, el escenario internacional ha entrado en una fase de alta tensión e incertidumbre estratégica. La operación, que tuvo como blanco las instalaciones subterráneas de Fordow, Natanz e Isfahán, fue ejecutada mediante el uso de bombarderos B-2 y munición antibúnker, en lo que muchos analistas consideran la intervención militar más significativa de Washington contra Teherán desde la revolución islámica de 1979. La reacción de Irán no se hizo esperar: respondió con un ataque de misiles contra la base aérea estadounidense de Al-Udeid, en Qatar, aunque sin provocar víctimas, lo que ha sido interpretado como una señal de contención, al menos parcial, por parte del régimen iraní.
Uno de los temas más sensibles tras este episodio ha sido el eventual cierre del estrecho de Ormuz, por donde transita aproximadamente el 20 % del petróleo mundial. El Parlamento iraní aprobó una recomendación formal para cerrar el paso, pero, como señaló José Juan Ruiz, presidente del Real Instituto Elcano, durante una intervención pública ayer, esta medida parece de momento descartada. El cierre del estrecho significaría una escalada directa de consecuencias económicas globales devastadoras, afectando especialmente a Asia y Europa, y colocaría a Irán en un conflicto frontal no solo con Estados Unidos, sino también con otros actores regionales y globales interesados en la libre navegación y el flujo estable de hidrocarburos. Además, el cierre supondría un severo daño autoinfligido para la propia economía iraní, ya golpeada por las sanciones y dependiente del comercio marítimo para mantener activos sus vínculos con aliados estratégicos como China y algunos países del Golfo.
Sin embargo, el hecho de que el bloqueo haya sido descartado no significa que la tensión en la región disminuya. Muy por el contrario, se abren varios escenarios plausibles, todos ellos marcados por una elevada volatilidad. Uno de ellos es una escalada militar regional limitada. Irán podría continuar empleando ataques de bajo perfil, como misiles balísticos, drones o sabotajes contra buques o infraestructuras petroleras en el Golfo, como forma de presión indirecta. Este tipo de respuesta le permitiría mantener la iniciativa y mostrarse firme ante su opinión pública y sus aliados sin desencadenar una guerra total con Estados Unidos. También cabe esperar que milicias aliadas de Irán, como Hezbolá o grupos hutíes en Yemen, actúen como proxies para extender la presión sobre intereses estadounidenses e israelíes.
Por otro lado, está la posibilidad de una respuesta más contundente por parte de Estados Unidos. El presidente Trump ha asegurado que el país responderá "con rapidez y decisión" ante cualquier amenaza directa, lo que indica que la Casa Blanca no descarta nuevas operaciones militares si considera que sus intereses o sus aliados están en peligro. En este marco, el papel de Qatar resulta particularmente sensible. El ataque iraní a la base estadounidense en su territorio, aunque sin consecuencias letales, ha colocado a Doha en una posición difícil. Si bien mantiene vínculos económicos con Teherán y una diplomacia flexible, su cooperación militar con Washington lo convierte en un posible blanco recurrente si el conflicto escala.
La situación, además, tiene implicaciones económicas inmediatas. Tras la operación estadounidense, el precio del petróleo experimentó una fuerte subida, aunque ha retrocedido tras conocerse que no habrá un cierre del estrecho. No obstante, los costes de fletes, seguros marítimos y primas de riesgo han aumentado, lo que ya se refleja en los mercados energéticos europeos. A medio plazo, las consecuencias podrían sentirse en forma de inflación importada, encarecimiento de combustibles y mayor presión sobre el suministro energético, especialmente en países como España, muy expuestos a las importaciones desde el Golfo.
