El amanecer del lunes 6 de octubre ha dejado a Francia con un vacío de poder inesperado. Sébastien Lecornu, recién nombrado primer ministro, ha presentado su dimisión un día después de haber anunciado su gabinete. Ni una rueda de prensa, ni un pleno parlamentario, ni un voto de confianza…, su gobierno ha durado lo que dura un fin de semana político en tiempos de fragilidad. El país, acostumbrado ya a los sobresaltos, asiste así a la caída más rápida en la historia de la V República.
La explicación oficial, la imposibilidad de construir una mayoría parlamentaria, encubre un mal más profundo: Francia se ha convertido en un laboratorio de la inestabilidad contemporánea.
En los últimos dos años, el país ha tenido tres primeros ministros. Michel Barnier cayó en diciembre de 2024, François Bayrou en septiembre de 2025, y ahora Lecornu, cuya dimisión llegó sin siquiera haber pasado por la Asamblea Nacional.
Cada intento de recomposición ha durado menos que el anterior. La prensa gala habla de “efecto dominó institucional”; los mercados, de “riesgo político en el corazón de Europa”. El CAC 40 se dejó casi un 2 %, el euro volvió a perder terreno frente al dólar y los analistas de Société Générale advirtieron que la prima de riesgo francesa podría escalar si no se restablece un gobierno en cuestión de días.
El problema no es exclusivamente francés. En realidad, Lecornu forma parte de una cadena de dimisiones que se ha vuelto casi rutinaria en las democracias avanzadas. Japón, Lituania, Reino Unido, Italia o España han experimentado en la última década un patrón similar. Es decir, líderes que llegan al poder bajo el signo de la urgencia y se marchan antes de cumplir un año de mandato. En Tokio, Shigeru Ishiba abandonó el cargo en septiembre de 2025 tras perder las elecciones locales, el quinto primer ministro japonés en una década en dejar el poder antes de tiempo.
En Lituania, Gintautas Paluckas dimitió en julio tras revelarse presuntos conflictos de interés en contratos públicos. En el Reino Unido, la sucesión de Johnson, Truss y Sunak entre 2022 y 2024 se convirtió en una tragicomedia política que debilitó la confianza del electorado y de los mercados. Y en Italia, los cambios de coalición entre Giorgia Meloni y sus socios populistas mantienen al país en un perpetuo equilibrio inestable.
Los datos confirman el fenómeno. Según un estudio reciente del Instituto Europeo de Gobernanza, la duración media de los gobiernos en Europa occidental se ha reducido de 3,8 años en 2000 a apenas 1,9 años en 2025. El mismo informe detecta un incremento del 35 % en las renuncias o mociones de censura desde 2018, coincidiendo con el auge de las redes sociales, la polarización parlamentaria y el declive de los partidos tradicionales. En democracias parlamentarias, donde el Ejecutivo depende de mayorías volátiles, un tuit mal interpretado o una filtración judicial puede desencadenar un terremoto político.
En Francia, el contexto es especialmente sensible. Emmanuel Macron gobierna desde hace más de ocho años en un entorno parlamentario fragmentado y con la popularidad en mínimos históricos. Sin mayoría en la Asamblea, cada nombramiento de primer ministro se convierte en un acto de supervivencia política. Lecornu intentó un equilibrio imposible: contentar a los centristas sin provocar a la izquierda ni a la derecha.
Pero el resultado fue el contrario: todos se sintieron desplazados. La coalición Ensemble, debilitada por la fuga de aliados, apenas controla un tercio de los escaños. La ultraderecha de Marine Le Pen y la izquierda radical de Jean-Luc Mélenchon han aprovechado la crisis para exigir elecciones anticipadas.
El Fondo Monetario Internacional advierte en su último informe de perspectivas globales que la “inestabilidad institucional” se ha convertido en el segundo factor de riesgo para Europa, después de la inflación energética. Francia, Italia y Alemania concentran más del 60 % del endeudamiento público de la eurozona, y cada sacudida política repercute en los mercados de deuda. En París, la desconfianza se traduce en rentabilidades al alza; en Roma, el coste de financiarse vuelve a superar el 4 %. “La política europea vive en modo corto plazo, y los mercados no toleran gobiernos efímeros”, resumía esta semana un analista de Bloomberg.
Pero reducir el problema a una cuestión financiera sería superficial. Lo que se resquebraja es el contrato de confianza entre gobernantes y gobernados. Las dimisiones no son solo un síntoma de debilidad política, sino también de un cambio cultural: las sociedades, más informadas y más impacientes, exigen resultados inmediatos. Un gobierno que no entrega en tres meses empieza a ser cuestionado. La hipertransparencia, la velocidad mediática y la presión constante de la opinión pública han acortado los ciclos del poder.
En paralelo, los partidos tradicionales han perdido su papel estabilizador. En Francia, los gaullistas y socialistas que marcaron la vida política del siglo XX son apenas sombras testimoniales. En Reino Unido, los conservadores sufren la peor crisis de cohesión interna desde los años setenta. En Italia, la sucesión de alianzas efímeras ha convertido al Parlamento en un tablero de juego perpetuo. Y en Alemania, la era post-Merkel ha dejado una coalición de tres partidos, socialdemócratas, verdes y liberales, que conviven con tensiones diarias.
Los expertos en ciencia política hablan ya de “fatiga democrática”. El profesor Ivan Krastev, del think tank European Council on Foreign Relations, sostiene que el problema no es la falta de democracia, sino su exceso de exposición: “Vivimos en democracias sin paciencia. Todos los gobiernos son interinos porque la sociedad no tolera el tiempo que lleva transformar nada”. Según su análisis, la desafección política se traduce en volatilidad electoral, y esa volatilidad desemboca en gobiernos breves que refuerzan, paradójicamente, el mismo desencanto que los provoca.
El fenómeno tiene consecuencias tangibles. La OCDE ha calculado que los países europeos con mayor rotación gubernamental en los últimos diez años han aprobado un 25 % menos de reformas estructurales que aquellos con ejecutivos estables. Cada dimisión, cada moción, cada investidura fallida retrasa decisiones clave sobre energía, vivienda o digitalización. En Francia, las reformas de pensiones y del mercado laboral han quedado empantanadas desde 2023. En España, la inestabilidad política ha aplazado la ejecución de parte de los fondos europeos. En Italia, la reforma fiscal se reescribe con cada cambio de ministro.
En el caso francés, Macron enfrenta una encrucijada histórica. Puede optar por un nuevo primer ministro de consenso, una figura técnica, capaz de resistir sin ser amada, o arriesgarse a disolver la Asamblea y convocar elecciones anticipadas. Ninguna opción garantiza estabilidad: los sondeos sitúan a la extrema derecha como favorita y al bloque centrista en caída libre. “Francia se ha convertido en un país ingobernable con las reglas actuales”, advertía Le Monde en su editorial del martes. “El presidencialismo se ha vuelto rehén del parlamentarismo”.
