La deuda pública española sigue marcando cifras históricas. Según los últimos datos del Banco de España, el endeudamiento de las Administraciones Públicas alcanzó en junio de 2025 los 1,691 billones de euros, un máximo absoluto que refleja el peso creciente de los compromisos financieros del Estado.
En relación al Producto Interior Bruto, la fotografía es algo distinta: la deuda se situó en el 103,4%, lo que supone una ligera moderación respecto al año anterior, cuando alcanzaba el 105,3%. La explicación es sencilla: el PIB ha crecido lo suficiente como para suavizar el porcentaje, aunque no lo bastante como para frenar el aumento en cifras absolutas. El resultado es una paradoja que resume bien el momento actual: menos deuda relativa, pero más deuda real.
En términos interanuales, la cifra ha subido un 4%, y un 1,7% solo en el último mes respecto a mayo. El ritmo se ha moderado en comparación con los años más duros de la pandemia, pero no se ha detenido. Cada mes la bola crece un poco más, y con ella lo hace también la factura de intereses que pagan los contribuyentes.
El Gobierno insiste en que la senda es descendente y confía en cerrar 2025 con una ratio del 101,7% del PIB. Sus previsiones se extienden a más largo plazo: 98,4% en 2027, 90,6% en 2031 y 76,8% en 2041. Sin embargo, en ninguno de estos cálculos se concreta cuándo se logrará alcanzar el nivel de deuda “prudente” del 60% del PIB fijado por Bruselas, un listón que parece aún muy lejano.
El contraste con Europa es evidente. Mientras la deuda media de la eurozona se sitúa en torno al 88% del PIB, España permanece entre los países con niveles más elevados, solo por detrás de Italia y Grecia. La Comisión Europea ha recordado en numerosas ocasiones que los Estados más endeudados deben acelerar su consolidación fiscal, sobre todo en un contexto de tipos de interés todavía altos, que encarecen el coste de financiarse en los mercados.
La cuestión no es solo macroeconómica. Para los ciudadanos, la deuda récord se traduce en más recursos destinados al pago de intereses y menos margen presupuestario para gasto social, inversión en innovación o infraestructuras. También implica menor capacidad de maniobra ante una futura crisis y, en el peor de los casos, el riesgo de que la disciplina fiscal se intente imponer con más impuestos o recortes.
