En Roma, cuando un Papa muere o dimite, todo se detiene, incluso su tráfico. A partir de este miércoles, el Vaticano vive un paréntesis en el tiempo. Es una tradición blindada por siglos: el cónclave ha comenzado. Un total de 133 cardenales, venidos de 71 países, han entrado esta mañana en la Capilla Sixtina para encerrarse hasta elegir al nuevo pontífice. No hay favoritos evidentes, no hay fumata prevista, pero sí hay algo claro: el sucesor de Francisco será elegido en un contexto de división, expectativa y bastante más confusión de la que suele admitir públicamente la Iglesia.
Sin móviles, sin asesores, sin prensa, comienza el ritual del encierro; una liturgia de papeletas, humo y oración. Dos votaciones por la mañana, dos por la tarde. A cada intento fallido, una fumata negra. Y cuando se alcance la mayoría de dos tercios (89 votos), el humo blanco anunciará al nuevo obispo de Roma. El primero podría llegar esta tarde, pero todo apunta a que, como siempre, será negro. La primera votación no suele ser más que una toma de contacto.

La lista de nombres que circulan en los pasillos vaticanos no invita a las apuestas seguras. Pietro Parolin, actual secretario de Estado, figura como el candidato con más apoyo inicial, pero también como el que menos entusiasmo genera. No se le atribuyen más de 40 votos en la primera ronda. Es un perfil diplomático, con buenos modales y pocas sorpresas, algo que gusta a muchos y desespera a otros. Tras él se mencionan a menudo los nombres del maltés Mario Grech, el filipino Pablo Virgilio David, el estadounidense Robert Prevost y el francés Jean-Marc Aveline. Todos, en cierto modo, comparten el mismo problema: tienen apoyo, pero no el suficiente. El cónclave de 2025, más que una carrera hacia un Papa, parece una carrera de desgaste entre varios nombres que no terminan de imponerse.
Este escenario recuerda, aunque solo de lejos, al de 2013. Entonces, tras la renuncia de Benedicto XVI, nadie esperaba que saliera elegido el cardenal Bergoglio. No lideraba las quinielas, pero emergió como figura de consenso entre varias corrientes que no querían ceder el terreno al contrario. Esta vez, la Iglesia parece aún más fragmentada: progresistas, tradicionalistas, diplomáticos, pastores de base, obispos africanos con peso creciente. Todos tienen voz, voto y sospechas cruzadas. Y todos saben que el nuevo Papa no solo será el jefe espiritual de más de mil millones de católicos, sino también el encargado de gestionar una herencia compleja.

En la Plaza de San Pedro, el ambiente es el de siempre en días como estos: turistas con móviles, peregrinos con rosarios, y cámaras de televisión enfocando la chimenea de la Capilla Sixtina como si fuera un oráculo romano. Cada cierto tiempo, alguien pregunta si "ya ha salido el humo". El humo, por ahora, no sale o lo hace del color equivocado. La señal definitiva puede tardar días, o tal vez no tanto. Todo dependerá de lo que ocurra dentro, en ese espacio sin ventanas donde los cardenales votan y rezan, aunque no necesariamente en ese orden.
El mundo espera fuera. Dentro, 133 hombres se enfrentan a la elección más antigua del cristianismo; una elección que no admite campañas ni slogans, pero sí alianzas, afinidades, equilibrios, y la intervención del Espíritu Santo. Todo lo demás, como escribió un día Benedicto XVI, "queda en el cónclave".
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