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Opinión

Redacción Capital

¡Achtung, Administración digital! 

“Desde que obtuve el certificado digital, todo va como la seda, incluso noto más seguros mis pasos”

Las estadísticas son claras al respecto, aunque acabe de inventármelas: por culpa del certificado digital, todos los años mueren dos o tres ancianos y se separan un buen puñado de parejas recién constituidas. Los romanos idearon el circo con gladiadores y los espectáculos de leones con cristianos; los españoles del XXI, la Administración digital. El objetivo es el mismo: despedazar lo que quede de un hombre. 

Éste que les habla ha salido a trabajar en más de una ocasión en zapatillas y con el café en la mano, lo que indica a las claras que no soy modelo de nada ni el más avispado del lugar. Pero, de a pocos, he superado mi Selectividad, una carrera con sus varias instancias y formularios, y hasta llevo 15 años cotizados sin que nadie haya levantado la liebre. Es decir, he satisfecho todas las pruebas que de mí se exigían. 

De entre todas, sin embargo, no he encontrado una capaz de hacerme cuestionar mi propia inteligencia como el certificado digital. En la web de la Administración deberían figurar toda clase de advertencias en cascada: reclamos dantescos (lasciate ogni speranza voi ch’entrate) y evidentes llamadas a la precaución. Quien, incauto, se propone dialogar con la Administración digital en cualquiera de sus formas ha de saber que está concebida para hacerle pasar muchos malos ratos. 

Por eso, precisamente, no avisan, perdería la gracia. Se diría un mecanismo de selección natural: sólo los más aptos podrán a la postre tramitar su historial clínico o solventar a tiempo sus deudas con el Estado. El resto, pobres reliquias analógicas, merecen una ruina acorde a su ineptitud. 

Dos semanas después de iniciado mi proceso para obtener el certificado digital, en las cimas de la desesperación (que diría Cioran), entendí que aquello ya lo había vivido e instantáneamente mi cabeza desbloqueó un recuerdo de la infancia. Fue en mil novecientos lo que sea, en una Feria de Abril, en la zona de los cacharritos. 

Yo, muy pequeño, acababa de entrar con fe suicida en la Galería de los Espejos; desde fuera, mi padre observaba la jugada, sobrestimando mis capacidades, como suelen hacer quienes nos han parido. Un par de minutos después, cuando ya había estampado copiosamente mi frente contra los espejos, a punto ya de pasar de chichón a brecha y de ahí, a desvanecimiento, mi padre entró y me enseñó la salida. 

Tal vez porque estaba en deuda conmigo desde aquella Feria de mil novecientos lo que sea, mi padre se tomó como propia mi lucha contra la Administración digital. A sus 70 años, se echó el muerto a la espalda y, padre coraje, me sacó las castañas del fuego. 

A pesar de que se me presuponen mayores competencias digitales que a mi progenitor, no van por ahí los tiros en este caso. Lo que nos diferencia a ambos es una cuestión de actitud, optimismo y paciencia. Y en la Administración 3.0 gana el que resiste, como decía Cela de España en general. Mi padre, con menos tiempo por delante, siempre tuvo más tiempo que dedicar a cada cosa. La paciencia es la maña del intelecto y yo sólo funciono a cortos demarrajes. 

Es probable que el DNIe, la cl@ve y toda la pesca hayan sido pensadas para desbravar al ciudadano, para aleccionarlo en la resignación. Una suerte de mecanismo de control por anulación de la voluntad. Es también una manera bastante intuitiva de entender quién manda: aquí el estúpido es usted, no el Estado. El Estado, de hecho, es infalible, como lo son las rocas, que no tienen la culpa de que te golpees contra ellas. 

Desde que obtuve el certificado digital, todo va como la seda, incluso noto más seguros mis pasos. Sin embargo, de noche, me despierto envuelto en sudor porque en pesadillas he perdido mis privilegios de acceso. A veces me han dado las 7:00 h rehaciendo en mi cabeza los pasos que siguió mi padre, buscando el camino de baldosas amarillas, de nuevo la salida en la Galería de Espejos. 

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