Imaginemos una mañana cualquiera. Carlos, responsable de marketing en una empresa de cuidado de la piel, asiste a un evento en el colegio de su hija. De repente, recibe una alerta en su móvil: las redes sociales están ardiendo con comentarios sobre una modelo que ha usado su producto, lo que dispara la demanda online.
En lugar de revisar informes manualmente y esperar a volver a la oficina, Carlos consulta a su asistente de inteligencia artificial (IA). Este ya ha detectado la tendencia, ha previsto una posible rotura de stock y ha redactado una propuesta de reposición. Carlos la aprueba y coordina con su equipo para aprovechar el momento, todo ello antes de que termine el acto.
Idílico, ¿verdad? Pero esta escena aún está lejos de ser habitual.
Las grandes promesas de la IA no siempre se han traducido en resultados tangibles. La causa principal: falta de trabajo de base. No basta con conectar un modelo de lenguaje o solución de IA generativa y esperar beneficios inmediatos. Antes hay que construir una infraestructura sólida que recopile, procese y analice datos estructurados y no estructurados de múltiples fuentes, garantizando su calidad y disponibilidad en tiempo real.
La diferencia entre invertir en promesas o generar valor real con IA radica en disponer de datos fiables, actualizados y accionables a través de soluciones probadas. Aquellos antiguos o incompletos no sirven en un entorno tan cambiante, y si los datos no están limpios ni listos para los modelos, los resultados serán deficientes.
Los estudios recientes confirman esta brecha entre expectativas y realidad. Según IDC, el 89 % de las organizaciones ha actualizado su estrategia de datos para incorporar IA generativa, pero solo el 26 % ha implementado soluciones a gran escala. Además, aunque el 80 % invierte en flujos de trabajo con agentes inteligentes, apenas el 12 % confía plenamente en que su infraestructura soporte decisiones autónomas.
La capacidad de ingerir datos en tiempo real, interpretarlos y actuar mediante agentes entrenados es lo que será diferencial. En la última década hemos vivido más ‘cisnes negros’ que en cualquier otro momento reciente: una pandemia, la crisis climática o tensiones geopolíticas que han demostrado que cada minuto cuenta.
En este contexto, la ética se vuelve esencial. El avance tecnológico suele ir por delante de la regulación, y aunque los gobiernos traten de ponerse al día, el sector privado tiene una gran responsabilidad. La transparencia en el uso de datos, la explicabilidad de los algoritmos y la eliminación de sesgos deben ser prioridades.
Para obtener resultados sostenibles con IA, el punto de partida no debe ser la tecnología, sino el problema real que se quiere resolver. Es más eficaz identificar una necesidad concreta del negocio que perseguir una visión futurista abstracta. La clave está en operacionalizar la IA, integrándola en los procesos para que aporte valor.
También resulta fundamental optar por soluciones de datos e IA ágiles, capaces de escalar y adaptarse conforme evolucionan las necesidades. Muchas organizaciones caen en la trampa de pensar que la IA es una herramienta universal, cuando en realidad debe personalizarse según el contexto y los objetivos de cada área.
En conclusión, hay que pasar de la ambición a la acción. Tener grandes expectativas es positivo, pero lo verdaderamente útil es fijar metas: ¿qué procesos queremos transformar? ¿qué retorno esperamos? ¿cómo podemos usar los datos para tomar mejores decisiones? La claridad y el realismo son los que permiten construir resultados duraderos.
Hoy la inspiración por la IA ya no basta. Las empresas que quieran mantenerse competitivas deben actuar con agilidad y responsabilidad. Solo con una base sólida de datos en tiempo real, soluciones escalables y un enfoque ético y orientado a resultados será posible transformar el potencial de la IA en rentabilidad sostenible a largo plazo.
