“La economía tiene esa cosa entre cartesiana y chamánica, nunca sabes cuánto va a valer qué, en qué momento o hasta cuándo”
Nunca sabes bien cuánto pueden llegar a valer las cosas que no valen nada. Quien haya tenido que recurrir de urgencia a un cerrajero, sabe de lo que hablo. A mí me sucedió en una ocasión: la llave se rompió desde dentro y me vi encerrado en casa. Descontando el desplazamiento, el cerrajero solo tuvo que dar un pequeño golpe con una especie de destornillador. Aquella maniobra, que en puridad no vale nada, me costó más de lo esperado. Sin embargo, mi ‘liberación’ lo valía. Por estas cosas paga uno lo que no pagaría de no estar encerrado en casa.
Pienso a veces en ese simple (y costoso) giro de muñeca. Hasta entonces no me había planteado el valor de las cosas que no valen nada. Algo así nos pasó a todos hace unos cuatro años, cuando el anuncio de confinamiento disparó la compra de papel higiénico. Aquel acopio, que llegó a cotas compulsivas en muchos, fue nuestra pequeña lección de economía inflacionaria. Si el rápido desabastecimiento hubiese persistido, nos habríamos encontrado pronto con un mercado negro de este producto de urgente necesidad. Tiene gracia.
Hasta donde sabíamos, el papel higiénico no valía nada. Antes del confinamiento, era uno de esos productos ‘fantasma’, un bien rutinario, tan modesto, que quién iba a imaginarse que acabaría siendo lo más preciado durante una semana. Aquello fue solo una ‘mini burbuja’, nada en comparación con la célebre burbuja de los tulipanes, en la Holanda del siglo XVIII, considerada la primera crisis financiera de estas características.
Por un tulipán se llegaron a vender casas y casi esposas, mucha gente hizo dinero y mucha gente se fue a pique. Lo curioso del caso es que tampoco una flor vale nada. Es decir, en según qué contextos, una flor es un bien directamente inmaterial. Al menos hasta que alguien pide un precio por ella y otro abre el tarjetero.
La economía tiene esta cosa entre cartesiana y chamánica. Nunca sabes cuánto va a valer qué en qué momento o hasta cuándo. Stefan Zweig nos legó una vívida descripción de la salvaje inflación que padeció Alemania tras perder la Primera Guerra Mundial. Por ejemplo, cuenta, reparar una ventana rota costaba más que lo que hubiera costado toda la casa antes.
Relataba también a un grupo de adolescentes que encontró de casualidad una caja de pastillas de jabón: “Se pasearon durante meses en automóvil y vivieron como reyes con sólo vender cada día una pastilla, mientras que sus padres, antes gente rica, andaban por las calles pidiendo limosna”. Una simple pastilla de jabón.
Está claro que nada vale nada hasta que empieza a valer y que nada vale lo mismo según para quién. Por ejemplo, para los indígenas mexicanos y peruanos, el oro no era un bien tan preciado como para los españoles que vinieron de Europa en pleno auge del mercantilismo. En cambio, muchos de ellos se pirraban por puras baratijas castellanas. Hubo un momento en aquel encuentro de civilizaciones en que todo empezó a cambiar de precio y el valor y la consideración de cada cosa mutó rápidamente.
Todo esto, un poco azaroso, era para acabar hablando de una servilleta. Concretamente, la servilleta en la que se firmó, en el año 2000, el acuerdo de traspaso de Messi al Barça. Leo que sale a subasta por un precio de entre 350.000 y 500.000 euros. En bruto, es una cosa que no vale nada, casi menos que nada: una servilleta de restaurante. Sin embargo, alguien va a pagar una fortuna por la dimensión aurática.
No es una servilleta cualquiera, al menos para quien se dispone a entrar en puja. En mi caso, nada culé, poco mitómano y solo modestamente futbolero, la servilleta de marras vale menos de lo que me costó el cerrajero. Pero aquí reside el misterio del asunto: hasta que alguien no lo paga, no sabemos cuánto valen las cosas que no valen nada.