En el libro “El bucle melancólico”, Jon Juaristi alude a la referencia a un pasado glorioso que nunca existió. En periodismo, muchas veces tendemos a entrar en ese bucle, mencionando una edad de oro que, en realidad, tampoco existió. En cambio, si hablamos de Economía (con mayúscula), los datos nos ayudan a no idealizar épocas más o menos remotas porque las cifran constatan la verdad. En 2011, 2012 y 2013 el PIB español se contrajo un 0,6%, un 2,9% y un 1,4% respectivamente.
En ese mismo periodo, la tasa de paro superó el 26%. Con esos mimbres, navegamos a nivel profesional una etapa dura y complicada en la que los medios de comunicación unieron (y, por lo tanto, quienes trabajamos en ellos sufrimos en primera persona) la crisis financiera por la caída de inversión, tanto publicitaria como corporativa, a la ya incipiente crisis de modelo de negocio por el proceso de digitalización.
Y, sin embargo, uno no puede dejar de recordar con una sonrisa el tiempo al frente de Capital durante esa época tan convulsa. Encontré grandes compañeros a nivel profesional y personal y gozamos de la libertad de contar lo que nos parecía relevante en un momento de tanta incertidumbre. En paralelo, tuvimos que enfrentarnos a la realidad de un mercado en el que lo digital comía a pasos agigantados terreno a lo impreso y las suscripciones de pago eran poco más que un buzoneo mensual.
Más de una década después, todos hemos cambiado (un tópico, lo sé, pero los tópicos se apoyan en realidades que se confirman de manera recurrente) aunque las tendencias de fondo se mantienen. A nivel macro, las empresas periodísticas buscan su rumbo en un mar de multiplicación de canales y fragmentación de audiencia en el que, además, al monopolio de la prescripción le ha salido competencia de la mano de los llamados “creadores de contenido”.
La actualidad ya no es el elemento clave para entender el mundo, sino una más de las mercancías que tratan de captar nuestra atención a través de dispositivos electrónicos
A nivel micro, el periodismo continúa siendo una profesión cuestionada y frágil. Como me dijo uno de mis primeros jefes en una redacción hace años, “cuesta mucho ganar la confianza de alguien, pero muy poco perderla”. De manera merecida o no, la credibilidad que acompaña a la confianza se ha ido por el sumidero del ruido, la polarización y los intereses que separan lo informativo de lo ideológico.
En el pecado llevamos la penitencia, y toca ahora volver a sembrar para que eso que antes considerábamos un valor incuestionable, estar informado, recupere su prestigio. Me puedo equivocar, pero mi experiencia en las aulas universitarias constata que la actualidad ya no es el elemento clave para entender el mundo, sino una más de las mercancías que tratan de captar nuestra atención a través de dispositivos electrónicos.
En el caso de la información económica, ligada siempre de una u otra manera al ‘poder’, el panorama es similar. Instituciones y anunciantes condicionan el mensaje y olvidan que, para atraer a la audiencia, hay que ofrecer algo más que propaganda. En el otro lado, unos medios en busca del santo grial de la monetización, deben también encontrar su lugar en este nuevo ecosistema.
Lo que ocurre es que el mundo está lleno de diagnósticos de este tipo y que el papel, también, lo aguanta todo. Cuando ya no se tiene la responsabilidad de dirigir un medio, como es mi caso, hablar es sencillo. Pero, ¿qué haría si tuviera ese rol? ¿Sería capaz de encontrar el camino al éxito? Mejor no respondo a esa pregunta, porque creo que no saldría bien parado.
En cambio, reconozco el valor de quienes a diario continúan levantándose para intentar contar historias interesantes de manera atractiva. Quienes siguen pensando que merece la pena sostener un proyecto informativo. Si, además, a ese proyecto se le tiene un cariño especial por haber formado parte de él y está de celebración, solo queda felicitarlo, de corazón, y desear que siga llegando a sus lectores a diario y pueda cumplir muchos años más. ¡Felicidades, Capital!
