Opinión

¿Es el pensamiento una función vegetativa?
Francisco J. López Hernández
Científico

La inteligencia artificial y la consciencia

Como toda tecnología irruptora, la inteligencia artificial (IA) plantea apasionantes horizontes de progreso a la vez que genera incógnitas inquietantes. La IA podría quedar en una útil herramienta analítica, o convertirse en una nueva forma de existencia autónoma ‘suprainteligente’ que, en simbiosis con la especie humana o independientemente de ella, podría provocar un salto cualitativo (quizá inimaginable) en la evolución.  

El rumbo que tome la historia depende de la naturaleza de eso que denominamos consciencia y de si la IA puede llegar a adquirirla. En este momento no podemos predecirlo, porque la consciencia encierra el mayor misterio del universo conocido. Ignoramos completamente qué es, de dónde procede y cómo se ha originado. No podemos ni siquiera definirla adecuadamente. Pero, mientras tanto, seguimos aumentando las capacidades de la IA sin conocer las consecuencias. 

La consciencia podría ser una propiedad emergente de un cierto nivel de complejidad de los procesos neurofisiológicos, como sostiene el materialismo reduccionista. En ese caso, sería por lo menos posible que, a partir un cierto momento de desarrollo tecnológico que los expertos denominan ‘singularidad’ o ‘punto omega’, la IA tomase el control de sí misma y se independizase. Su capacidad de computación superior haría de ella una entidad inalcanzable que nos desplazaría del pináculo de la ‘noosfera’. 

También es posible que la consciencia no pueda surgir espontáneamente de la materia en ninguna circunstancia (o por lo menos en el mundo del silicio), sino que tenga una naturaleza paralela. Este escenario que, como el anterior, presenta dudas ontológicas, nos otorgaría una posibilidad de mantenerla bajo control. 

La IA nunca pasaría de constituir algo parecido a lo que David Chalmers ha denominado un ‘zombi filosófico’, es decir, una máquina biológica inconsciente cuyo funcionamiento, aparentemente igual al humano, pasaría la llamada ‘prueba de Turing’. En este caso, la IA constituiría un zombi computacional dependiente del código que nosotros le suministrásemos. 

“La IA podría cambiar el panorama al establecer un umbral infranqueable para nuestras capacidades, que devolvería a muchos trabajadores a posiciones relativas inferiores”

Estos dos escenarios, que se pueden complicar con variantes ‘eliminativistas’, ‘pampsiquistas’, idealistas y ‘epifenomenalistas’ más enrevesadas, establecen la línea divisoria entre dos posibles patrones evolutivos sobre la base de la naturaleza de la consciencia. Es cierto que no sabemos qué capacidades cognitivas pueden llegar a desarrollar los seres vivos, y a qué nuevos ámbitos del universo y de la realidad, ahora inaccesibles, puedan llevarnos. Tal vez los conceptos de vida, inteligencia y consciencia queden obsoletos o superados por versiones mejoradas, o sean sustituidos por nuevas capacidades que se escapan de nuestra presciencia actual, y que podrían competir con la IA. 

Sin embargo, es muy probable que ésta continúe desarrollándose a una velocidad muy superior a la que la evolución natural ha venido provocando cambios cognitivos. No parece pues verosímil que las nuevas propiedades del ser humano, en caso de que llegasen a materializarse, pudieran hacerlo en un marco temporal que nos permitiese rivalizar con ella. 

Por este motivo, la IA puede suponer un punto de inflexión para nuestra especie en un plazo sorprendentemente corto. En el primer escenario, si la IA llegara a adquirir consciencia, provocaría rápidamente nuestra extinción (incluso sin pretenderlo), como hizo el Homo sapiens con otros humanos y homínidos con los que coexistió. En el segundo, si no lo consiguiera, también se abrirían perspectivas conminativas. 

Por una parte, el mercado laboral podría trastornarse. Es verdad que el desarrollo tecnológico, lejos de producir la pérdida de empleo neta que se temió al inicio de la primera Revolución Industrial, ha incrementado la productividad, el consumo, y el número de puestos de trabajo globalmente. 

El ser humano ha conquistado espacios laborales emergentes, cognitivamente más demandantes, a medida que la tecnología lo ha sustituido en los de menor cualificación. Sin embargo, la IA podría cambiar el panorama al establecer un umbral infranqueable para nuestras capacidades, que devolvería a muchos trabajadores a posiciones relativas inferiores. 

Por otra, la IA podría amplificar la creciente brecha tecnológica entre países y poblaciones, y disparar las diferencias sociales hasta el punto de crear decursos evolutivos diferenciados. El futuro es tan intrigante como incierto. 

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