Opinión

¿Es el pensamiento una función vegetativa?
Francisco J. López
Científico

La lección de la altiva modestia de Perelmán

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Henri Poincaré (1854-1912) fue un prestigioso polímata francés que hizo contribuciones muy importantes en distintos campos del saber. Matemático, físico, científico teórico y filósofo de la ciencia, en 1904 propuso una hipótesis topológica relacionada con los espacios curvos tetradimensionales que, aunque se dio por cierta, no se pudo demostrar.

La llamada ‘conjetura de Poincaré’ tenía implicaciones muy importantes en el terreno de la física, y pronto se convirtió en uno de los ‘siete problemas del milenio’. Se trata de problemas matemáticos verdaderamente relevantes que se resisten a ser resueltos. Tanto así, que el Instituto Clay de Matemáticas de Cambridge ofrece un millón de dólares por la resolución de cada uno de ellos.

Entre 2002 y 2003 apareció en la escena un huraño e introvertido matemático ruso, Grigori Perelmán, con la publicación de tres artículos en los que describía un método original para probar la conjetura. Tras doctorarse en Rusia, había trabajado e investigado a principios de los años 90 en las universidades de Nueva York, Stony Brook y Berkeley sobre geometría riemanniana y topología geométrica. En 1996 había regresado al prestigioso Instituto Steklov de Matemáticas de San Petersburgo para dedicarse a la hipótesis de Poincaré.

El primer artículo causó inmediatamente un gran impacto internacional en los círculos científicos especializados. En 2003, aceptó invitaciones para explicar sus ideas en varias universidades estadounidenses. Entre 2004 y 2006, tres prestigiosos grupos independientes verificaron sus resultados y la hipótesis de Poincaré pasó a ser declarada oficialmente un teorema.

Sorprendentemente, entre medias (en diciembre de 2005), Perelmán renunció a su puesto en el Instituto Steklov y rompió el contacto con sus compañeros. En agosto de 2006, se le concedió la Medalla Fields, el mayor honor que puede recibir un matemático, pero la rehusó porque, según él, el comité que se la había otorgado no tenía categoría para juzgarlo.

En 2010, el Instituto Clay anunció que Perelmán cumplía con los criterios para recibir el premio de un millón de dólares por la resolución de la conjetura de Poincaré. También lo rechazó. “No soy un héroe de las matemáticas. Ni siquiera tengo tanto éxito. Por eso no quiero que todo el mundo esté pendiente de mí”, dijo. Y esto no es todo. En 2011 declinó la propuesta de ingreso en la Academia de Ciencias de Rusia.

A primera vista puede resultar difícil encontrar sentido a un comportamiento tan sumamente insólito y estrafalario ubicado en algún punto indefinido entre la modestia y la soberbia. Perelmán está desempleado y vive con su madre en condiciones muy humildes en un pequeño apartamento, concentrado en sus problemas matemáticos fuera del foco de la atención mediática. Que, en estas condiciones, una de las personas más inteligentes del mundo rechace un millón de dólares que se ha ganado con gran merecimiento, precisa una reflexión más profunda que la simple invocación a la excentricidad de los genios.

Su postura contiene un mensaje extravagante, pero coherente, de rebeldía radical contra los patrones culturales de las sociedades actuales que han subvertido las escalas de valores y las estructuras de progreso. Con su inmolación, y probablemente haciendo pagar a justos por pecadores, Perelmán desautoriza al sistema.

Los patrones culturales de las sociedades actuales han subvertido las escalas de valores y las estructuras de progreso

Por una parte, desdeña a quienes, por ignorancia o intereses apócrifos, adjudican irresponsablemente competencias a personas inapropiadas para tomar decisiones. Y por otra, condena la hiperbólica cultura al ego y el ansia de éxito personal mal entendido que arrastra a muchas personas, con mérito o sin él, a aceptar responsabilidades y ejercer deficientemente funciones para las que no están preparadas, inconscientes (o no) de sus limitaciones y del reto al que se enfrentan, e indiferentes al perjuicio que ocasiona su ineptitud.

Perelmán no muerde el anzuelo de la maquinaria que pretende herrarlo con suculentas lisonjas instrumentalistas y atenúa el foco del sujeto para potenciar la atención sobre el conocimiento a favor de una sociedad más solidaria, competente y desarrollada: “No quiero ser un científico de exhibición, sino uno al servicio de los demás”. No todo puede comprarse.

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