Me desperté con la sensación de llegar tarde, pero no al trabajo, ni a una cita. Era algo más hondo, como la impresión de estar desfasado y de haberme quedado atrás en una carrera que nadie me pidió correr, aunque en la que todos parecemos estar. Cogí el móvil empachado de notificaciones, actualizaciones y titulares que proclamaban un nuevo dispositivo, una nueva tendencia o una opinión pretérita porque alguien más ha publicado otra.
Nos toca vivir, pues, en una época en la que todo avanza sin pausa y uno siente que, si se detiene, desaparece, porque vivimos bajo una obsolescencia programada de la vida, como si también nosotros tuviéramos fecha de caducidad simbólica si no nos renovamos al ritmo del mercado. Existir y mantenerse se ha vuelto una tarea agotadora: ser relevante, visible y el primero. Pero ¿quién puede ser siempre el aventajado en algo que cambia cada segundo?
La tecnología nos ha dado libertad, dicen, y es cierto porque nos ha permitido elegir mil versiones de nosotros mismos. Podemos mostrar solo una parte, ocultar otras y reinventarnos con cada clic, pero esa libertad también nos confunde: ¿somos libres o simplemente cautivos digitales? ¿Qué pasa con nuestra identidad cuando puede reconfigurarse dejando demasiadas pistas?
Para el que todavía no lo sepa, Internet no olvida, porque cada publicación, cada imagen o cada error queda anclado en una memoria artificial que no entiende de evolución. Sin embargo, yo me pregunto si debería el ser humano tener derecho a empezar de nuevo, a borrar, a reconstruirse sin estar permanentemente expuesto a su pasado digital.
"Vivimos bajo una obsolescencia programada de la vida, como si también nosotros tuviéramos fecha de caducidad simbólica si no nos renovamos al ritmo del mercado”
Llegados a este punto, la paradoja es evidente: nunca habíamos estado tan conectados… y nunca habíamos sentido tanto la soledad. La pantalla ilumina nuestros rostros, pero oscurece los vínculos que, junto al scroll infinito que hacemos en las redes sociales, se ha convertido en la banda sonora de nuestra desconexión emocional. Es decir, hablamos más, pero conversamos y escuchamos menos; nos mostramos en exceso, pero nos compartimos menos.
Reflexionando sobre esta situación me acuerdo de algo que leí hace poco: “la vida humana es paradójica -decía Diego Gracia-, porque no se trata de resolver las contradicciones, ya que no son rompecabezas, sino que son el tejido mismo de nuestra existencia porque queremos certeza”. Pero vivimos en la incertidumbre, queremos ser únicos, pero nos da miedo no encajar y queremos ser perfectos, pero lo que nos hace humanos es, justamente, lo imperfecto.
Esta es una de las trampas actuales, es decir, la dictadura de lo perfecto. Filtramos nuestras fotos, optimizamos cada momento y automatizamos hasta los gestos. Pero la vida real no es así, la vida se mancha, se tuerce, se equivoca y es dura, y en esa imperfección está su belleza. Quizás hemos confundido visibilidad con presencia, velocidad con sentido y éxito con identidad. Tal vez ha llegado el momento de parar, aunque sea un segundo, y preguntarnos: ¿quién soy cuando no estoy conectado?
No tengo respuestas cerradas, porque solo tengo esta sensación persistente de que lo importante ha sido desplazado por lo urgente, de que vivimos para responder al algoritmo y no a lo que realmente somos, que nos estamos olvidando de mirar hacia dentro porque fuera hay demasiado ruido. Pero sé que aún es posible volver, volver a lo esencial, a lo imperfecto. En definitiva, a lo humano, aunque para eso tengamos que apagar un rato el mundo y escuchar de nuevo ese silencio que, si prestamos atención, siempre tiene algo que decir.
