“La posición de los españoles en la hipótesis de tener que optar no es la que tendrían otros nacionales”
España vive, en buena medida involuntariamente, un proceso de desinstitucionalización muy peligroso. Este proceso incierto ha traslucido indicios de aproximación a la forma de la Jefatura del Estado.
Tanto la República como la Monarquía, en nuestro tiempo, son sistemas que, en principio, garantizan el razonable funcionamiento del Estado. Hoy, los llamados principios republicanos (libertad, igualdad, constitucionalismo, soberanía nacional, laicidad, etc.) están radicalmente consolidados en las monarquías occidentales existentes tras la II Guerra Mundial. El valor democrático de la Monarquía está en su reconocimiento constitucional y no en la falta de elección de su titular (desprovisto de poder). En todo caso es de resaltar la ventaja monárquica de excluir a la Jefatura del Estado de la refriega partidista.
En definitiva, si las dos formas de Jefatura de Estado no constituyen alternativas idénticas sí son perfectamente homologables en nuestro tiempo, al menos en aquellas naciones en que exista tradición monárquica.
La posición de los españoles en la hipótesis de tener que optar no es la que tendrían otros nacionales. Ciertamente, el cambio de la Monarquía a la República en cualquier nación europea alteraría muy poco la vida ciudadana, pudiendo ser aceptado con facilidad por los privados de fervor republicano. Pero desgraciadamente no es nuestro caso porque la sociedad española, desde luego de manera artificiosa sigue, incomprensiblemente, rumiando el periodo República – Guerra Civil - Dictadura, de modo que existe una tendencia indisimulada y minoritaria, aunque de minoría relevante y activa, hacia la II República Bis que sí cambiaría, y radicalmente, las vidas de los ciudadanos.
La II República fue, desde sus orígenes, sanguinaria, liberticida, antidemocrática y excluyente porque dejó a media España fuera de su ámbito por voluntad de la izquierda (“la República será socialista o no será”) y también por la falta de visión de los políticos liberales del reinado de Alfonso XIII que por servilismo a un Rey “político” (así fue apodado en el peor sentido para un Rey constitucional) no percibieron la evidencia de la crisis de la Monarquía y no supieron engarzar a la derecha en una República liberal (recomiendo Así cayó Alfonso XIII, de Miguel Maura).
Y nació una República escorada a la izquierda (mayoritariamente antidemocrática) sin contrapeso alguno, exceptuando figuras individuales como Niceto Alcalá Zamora y Miguel Maura. Se embadurnó la República de un anticlericalismo irracional que provocó dos bandos irreconciliables y acabó, entre el desorden, en una República sumisa al Partido comunista, es decir, a la URSS (Largo Caballero y Negrín).
Desde luego la España de hoy tiene instituciones mucho más sólidas y socialmente está más vertebrada que aquella pobre España, pero debe alarmarnos el proceso de desinstitucionalización en el que nos encontramos y los estragos que han hecho las crisis sucesivas desde 2007, alimentando el pesimismo que es el excitante del populismo. Será muy difícil encontrarse en peor circunstancia que la nuestra para aventurarse en un cambio de régimen que, a mayor abundamiento, podría llegar ajeno a la exquisitez del procedimiento democrático.
Creo que, así las cosas, tanto el buen republicano liberal como el buen monárquico racional y el buen accidentalista, podrían tener desde ahora comunes objetivos: fortalecer la unidad de una amplia derecha moderna, liberal y europea, fundada en los valores de nuestra Civilización; defender la Monarquía parlamentaria con todos los medios legítimos, porque no estamos para voladuras institucionales; y ante lo inevitable, si llegara, superando la tentación de enrocamiento monárquico y obedeciendo al accidentalismo mayoritario, debieran orientar a la gran derecha hacia la integración en una República occidental liberal y democrática, siempre con la mirada puesta en la Unión Europea, pues por débil que esté y por remozado que necesite, la UE es nuestro único baluarte.
A mi juicio, el Partido Popular, además de comprometerse, seriamente, con la batalla ideológica y cultural, tiene la compleja y difícil misión de estar en condiciones tanto de enfrentarse eficazmente al proceso de desinstitucionalización como, si llegara la quiebra de la Monarquía, de mutar en un partido republicano que cubriera un amplio espectro ideológico, desde el liberalismo social al conservadurismo, achicando espacios a la extremosidad.
Las instituciones tienen gran importancia, pero más la tienen los valores de nuestra Civilización hoy en manifiesta crisis, por abandono y no por demolición.