En el actual debate sobre el acceso a la vivienda en España, los focos suelen dirigirse hacia el encarecimiento de los precios, la escasez de oferta asequible o la precariedad del alquiler. Sin embargo, hay un factor estructural que permanece en segundo plano y cuya mejora podría tener efectos inmediatos sobre la confianza del mercado: la profesionalización del sector inmobiliario.
Pese a que el real estate es una de las industrias con mayor impacto social y económico, en España puede ejercer de intermediario cualquier persona sin necesidad de acreditar formación, certificación, ni contar con un seguro de responsabilidad civil. Desde la liberalización de la profesión en el año 2000, el marco regulatorio ha sido inexistente. Esta desregulación ha permitido una gran diversidad de actores en el mercado, desde grandes redes profesionales con estándares exigentes hasta operadores sin experiencia ni preparación, generando un entorno heterogéneo y, en demasiadas ocasiones, opaco para el consumidor.
Este vacío legal es una anomalía en Europa. Países como Francia, Alemania, Países Bajos o Bélgica cuentan con leyes específicas que regulan el acceso a la profesión inmobiliaria. Establecen requisitos de formación mínima, inscripción en registros oficiales, cumplimiento de códigos éticos y contratación obligatoria de seguros que protejan al cliente ante negligencias. En estos países, ejercer como intermediario no es una actividad informal, sino una responsabilidad regulada y reconocida.
La situación en España contrasta por su laxitud. Este entorno ha favorecido la proliferación de prácticas poco profesionales que erosionan la confianza del comprador, del vendedor y del inquilino. A ello se suma el auge de modelos alternativos de intermediación –desde plataformas tecnológicas hasta personal shoppers inmobiliarios– que aportan innovación, pero que operan, en muchos casos, en un limbo legal.
No se trata de estigmatizar al conjunto del sector ni de ignorar las muchas iniciativas de autorregulación que asociaciones y empresas han puesto en marcha. Existen miles de profesionales que trabajan con rigor y ética, y que son fundamentales para que las operaciones inmobiliarias se desarrollen con seguridad. Precisamente por respeto a esos profesionales y por la protección del consumidor, es urgente avanzar hacia un marco legal que establezca condiciones mínimas para ejercer.
“La crisis exige políticas públicas estructurales: incentivar la rehabilitación, agilizar trámites urbanísticos, revisar la fiscalidad de la vivienda y fomentar la colaboración público-privada”
El argumento habitual contra una mayor regulación es el riesgo de burocratización o de barreras de entrada que perjudiquen la competencia. Pero regular no es cerrar puertas, sino garantizar que quien las cruza lo hace en igualdad de condiciones. La formación obligatoria, la supervisión externa y los seguros de responsabilidad son garantías básicas.
Una buena intermediación no supone un coste superfluo, sino un valor añadido: un profesional con conocimiento técnico y jurídico puede detectar riesgos, valorar correctamente el inmueble, asesorar en la financiación y actuar como mediador. Reforzar la profesionalización del sector no es un fin en sí mismo, sino una herramienta que mejora la calidad del mercado, reduce litigios, acelera procesos y protege los derechos del consumidor. Cuando los ciudadanos pierden la confianza en quienes les asesoran para alquilar o comprar, el mercado se deteriora.
Ahora bien, sería ingenuo pensar que mejorar el nivel profesional del sector resolverá, por sí solo, la crisis de la vivienda. La falta de hogar asequible, especialmente en las grandes ciudades, es el resultado de factores acumulados: la escasa promoción de vivienda social, la falta de planificación urbanística a largo plazo, la infrautilización del parque existente y las dificultades de acceso al crédito para los jóvenes, entre otros.
Las medidas coyunturales o los discursos que buscan culpables fáciles –fondos, propietarios o intermediarios– pueden generar titulares, pero no soluciones. Abordar esta crisis exige políticas públicas estructurales: incentivar la rehabilitación, agilizar trámites urbanísticos, revisar la fiscalidad de la vivienda y fomentar la colaboración público-privada para aumentar la oferta.
Profesionalizar el sector inmobiliario no es solo una cuestión técnica, es un compromiso con la calidad democrática, la seguridad jurídica y la equidad en el acceso a la vivienda. Comprar o alquilar una casa no debería ser una fuente de incertidumbre, sino un proceso claro y acompañado por profesionales responsables ante el cliente y ante la sociedad.
