Hay biopics que nacen con vocación de karaoke: mismos acordes, mismos clichés, un par de frases heroicas y un gran concierto final para que el público aplauda. Este no. Springsteen: Deliver Me from Nowhere empieza donde otros acabarían; con un tipo solo, en bata, en una habitación sin ventanas de Nueva Jersey, hablándole a una grabadora. Y esa soledad, la del artista que ya ha ganado pero aún no sabe qué hacer con la victoria, es el gran hallazgo de la película.
Su director, Scott Cooper, que ya demostró en Crazy Heart (2009) que entiende mejor que nadie las grietas del alma musical, decide concentrarse en un único invierno: el de 1982, cuando Bruce Springsteen grabó Nebraska, ese disco casi fantasma que dividió a sus seguidores. El cineasta convierte aquel paréntesis íntimo en una historia de redención y vértigo creativo. Nada de cronologías ni de clichés de "ascenso a la fama", solo un hombre buscando sentido en la oscuridad.
Jeremy Allen White, el actor que convirtió el estrés en un arte en la serie The Bear, se pone las botas y la mirada del Boss con una naturalidad pasmosa. La voz rota, los gestos contenidos y la espalda siempre un poco encorvada como si llevara el peso de un país entero. En cada plano transmite ese cansancio glorioso de quien ha visto demasiado pronto lo que hay al otro lado del éxito.
El filme avanza con la serenidad de un viejo vinilo. Cooper lo rueda casi con devoción artesanal: luz tenue, planos cerrados, texturas ásperas y esa paleta invernal de los moteles de carretera. El sonido es parte del relato: la cinta que se atasca, el golpe de la púa, el rasgueo que se corta a mitad de frase. No hay artificio; lo que vemos es al músico enfrentado a su verdad. En unos años en los que el biopic musical se ha convertido en parque temático -de Bohemian Rhapsody a Rocketman-, esta apuesta por la introspección se siente como una bocanada de aire frío.
La historia se despliega en dos frentes: dentro y fuera del estudio. Dentro, la voz de Springsteen que busca su tono, su fe, su paz. Fuera, los fantasmas que siempre le acompañaron: la figura de su padre, interpretado por un brutal Stephen Graham, el productor Jon Landau (un elegante Jeremy Strong, siempre a medio camino entre la lealtad y la duda) y ese Nueva Jersey gris que parece resistirse a morir. Hay también una galería de secundarios que dan humanidad a la leyenda: el técnico bonachón de Paul Walter Hauser, la novia que no entiende por qué la música siempre gana la partida, el vecino que se queja por el ruido. Todos, piezas de un mosaico cotidiano que, sin decirlo, explican quién era Bruce Springsteen antes de ser "el Boss".
Hay guiños para los fans, claro. La Fender Telecaster, la gorra descolorida o el coche viejo que acaba siendo casi un personaje. Y también para los seguidores de Jeremy Allen White, que encontrarán aquí al mismo hombre que en The Bear peleaba por domar su caos interior.
No todo es perfecto. El ritmo, en el segundo acto, se permite alguna deriva contemplativa que puede impacientar a quien espere más acción. Y el retrato de la relación con su banda -la E Street Band apenas aparece- deja con ganas de más coralidad. Pero incluso esas ausencias parecen decisiones conscientes…, porque Cooper quiere contar lo que no se suele contar. La persona, no el ídolo.
Lo que distingue a Deliver Me from Nowhere es su elegancia moral. No hay redención impostada, ni moraleja. Solo la certeza de que el arte, cuando es verdadero, duele. De que a veces da miedo y otras, te salva por un rato.
La banda sonora, obviamente, es media película. También suena la voz original de Springsteen y, en la sala, más de un espectador mueve el pie sin darse cuenta, siguiendo el ritmo, y sonríe.
Al final, la cinta se apaga como empieza. Es decir, con un silencio largo; ni aplausos, ni confeti. Los fans más acérrimos, los que guardan los vinilos en fundas de plástico, encontrarán en ella un pedazo de alma. Los que solo sabían que Springsteen era "ese señor de Born in the USA" descubrirán a un artista que dudaba de sí mismo como cualquiera. Y todos, probablemente, saldrán del cine con la necesidad de poner Nebraska y dejar que la música haga el resto.
El eterno corredor de fondo del rock
Más que un rockero, The Boss es el narrador de vidas anónimas, el cronista de carreteras secundarias y el defensor incansable de la clase trabajadora. En cada concierto jura que está dispuesto a ofrecer la mejor noche posible, como si nunca hubiera pisado antes un escenario. Esa urgencia juvenil es precisamente lo que hace especial al músico de Nueva Jersey, incluso ahora, superados los 75 años, cuando la palabra “retirada” parece no existir en su vocabulario.
Nacido en 1949 en Long Branch, Springsteen creció en Freehold, un lugar que con los años se convertiría en un personaje más de sus canciones: fábricas, bares, camiones y la idea permanente de escapar hacia adelante. Desde sus inicios en los clubes del Asbury Park en los 70 hasta su explosión con la E Street Band, su historia profesional está escrita con sudor, guitarras y noches interminables. Su irrupción en la industria supuso la llegada de un trovador del rock que, sin perder la épica, hablaba de ciudadanos corrientes como si fueran héroes trágicos.
Sin embargo, en los últimos años Springsteen ha demostrado que su historia no es solo un capítulo brillante del pasado. Su energía creativa sigue latiendo con una intensidad sorprendente. Tras una década marcada por la reflexión política y varios álbumes muy personales, el músico ha dedicado gran parte de su tiempo a revisitar su legado desde una mirada adulta. No se trata de nostalgia, sino de reconciliación; de entender de dónde viene y hacia dónde quiere llevar esas canciones que lo han acompañado toda una vida.
El punto de inflexión público de esta etapa reciente fue Springsteen on Broadway. En 2017, el rockero se calzó las botas y se subió a un teatro neoyorquino para contar su vida en primera persona. Se presentó sin la grandiosidad de la E Street Band, con apenas una guitarra y un piano. El espectáculo, que se alargó más de un año y regresó temporalmente en 2021, reveló a un Bruce Springsteen más íntimo, dispuesto a compartir sus miedos, su relación turbulenta con su padre y los episodios de depresión que le acompañaron. Fue una declaración de intenciones…, la leyenda también es un hombre de carne y hueso.
Después de ese ejercicio introspectivo, la carretera volvió a llamarlo. En 2019 publicó Western Stars, un álbum cargado de arreglos orquestales que miraba a los paisajes abiertos del Oeste norteamericano. Aunque no lo llevó de gira, el proyecto incluía una película concierto que confirmaba su fascinación por reinventarse sin renunciar a su esencia. La pandemia puso en pausa los grandes planes, pero siguió trabajando en el estudio junto a su banda de siempre.
El regreso definitivo a los grandes escenarios llegó en 2023 con una nueva gira mundial junto a la E Street Band… y con cita en España. Fue un acontecimiento que celebraron millones de seguidores que habían esperado años para volver a sentir esa liturgia colectiva que se vive en un concierto suyo. La agenda de Springsteen, lejos de amedrentarse con el paso del tiempo, parecía desafiarlo. Sesiones de casi tres horas, maratones de rock y soul que recordaban que hay una llama interna que se niega a apagarse.
La gira, marcada por algunos aplazamientos debido a problemas de salud que él mismo afrontó con la franqueza habitual, también reflejó algo muy humano…, que incluso los héroes necesitan parar. Sin embargo, cada regreso al escenario confirmaba que el músico se encuentra en un momento vital en el que la gratitud por seguir creando se mezcla con la celebración de lo vivido.
En paralelo, Springsteen ha mantenido un fuerte compromiso con la actualidad social y política de Estados Unidos. Su voz sigue siendo escuchada más allá de la música, ya sea en entrevistas, en su faceta literaria o en su larga colaboración con músicos y organizaciones que defienden los derechos civiles y los valores democráticos. Esa preocupación por su país no surge del cinismo, sino de la esperanza en las personas que lo habitan.
La historia del Jefe está lejos de concluir. Tras décadas de éxitos, continúa entregando conciertos que otros artistas considerarían físicamente imposibles, trabaja en nuevas grabaciones y mantiene a la E Street Band como una familia artística que resiste al tiempo. Quienes han crecido escuchándolo reconocen en él a alguien que no ha dejado que la vida lo domestique. Los jóvenes que lo descubren en estos años ven algo genuino en su manera de relacionarse con el público, una sinceridad que se gana paso a paso y noche tras noche.
Si la carretera es una metáfora clásica en la obra de Springsteen, en su caso se ha vuelto también una realidad casi literal. Cada gira reciente es un nuevo capítulo en esa autopista infinita que no parece tener final. El futuro no está escrito, aunque algo parece seguro: seguirá corriendo al frente del pelotón del rock mientras tenga voz y guitarra. Y millones lo seguirán, porque en cada canción suya late la sensación de que, incluso en los tiempos más oscuros, el motor sigue encendido.





