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Opinión

Redacción Capital

La gran dimisión empezó en Troya

"Aquella primera gran dimisión quedó en la historia como aviso: sólo la cohesión y el orgullo de pertenencia pueden aspirar al éxito"

Verano de 2011. España era un amasijo de lamento e impotencia. El dibujante Antonio Mingote publicó una viñeta en la que dos mendigos discutían sobre la prima de riesgo debajo de un puente. Hay olas que nacen en Estados Unidos y llegan a Europa convertidas en tsunamis, nos arrastran y modifican nuestra vida por completo. En ese constante ir y venir de marejadas globales donde la prima de riesgo del pasado puede ser la del futuro con un mínimo despiste, basta con recordar aquella crisis financiera.

Con la herida incrustada aún en el viejo y permeable tejido social y económico del continente, ahora llega otra corriente que podría zarandear los cimientos aluminosos que nos sostienen: la gran dimisión. Los analistas más asépticos aseguran que, a este lado del Atlántico el fenómeno se quedará en “gran resignación”, pero más allá de las realidades inherentes a cada país, las empresas deberían reflexionar sobre su relación con los trabajadores tras una pandemia que ha dado un giro copernicano a las prioridades.

Hoy, para ser grandes en lo cuantitativo, primero hay que serlo en lo cualitativo. La excelencia ya no se mide sólo en objetivos, sino en la conjunción de productividad, orgullo de pertenencia y bienestar. Las empresas que más se acerquen a ese trinidad serán las que prevalezcan en un océano profesional ultracompetitivo. La falta de entendimiento entre compañías y profesionales ha provocado que más de cinco millones de estadounidenses hayan dejado sus trabajos en los últimos meses.

Las aspiraciones trascienden el mero salario, al menos en mercados laborales saludables. Cada vez ganan más peso la flexibilidad y el bienestar. Aquellas dinámicas psicopáticas de los directivos agresivos de los años 90 que con tanto gusto heredó la primera década del siglo XXI no tienen cabida en un mundo que se ha descubierto frágil a causa del coronavirus y, por lo tanto, también ávido de vida. Los nietos acomodados de Occidente, desconocedores de las grandes guerras del siglo XX, han sentido por primera durante los últimos años el tempus fugit.

Si nuestra existencia es demasiado corta para ser siempre la misma persona, el trabajo nos ocupa demasiado tiempo como para que seamos siempre el mismo trabajador. De ahí que la promoción interna, los planes de carrera y la formación sean claves para que los profesionales se decanten por una compañía. Compañías que tendrán que cambiar, evolucionar y crecer al tiempo que cambian, crecen y evolucionan sus profesionales. De lo contrario, caerán en una rotación constante y en la fuga de talento permanente.

Quizá haya quien piense que eso no puede ocurrir en España, pero ya estamos viendo que hay sectores esenciales que carecen de profesionales por sus malas condiciones; otros, aun contando con ellos, están lastrados por el descontento. Una dinámica que, de caer en ella, no la levanta ni la compañía más ingeniosa. Sólo hay que rememorar lo que ocurrió en la primera gran dimisión de la historia.

Fue en el 1194 antes de Cristo, en el Estrecho de los Dardanelos. El ejército más poderoso jamás reunido hasta entonces casi fracasa en su asalto al punto clave del comercio entre Europa y Asia. Las tropas del rey Agamenón chocaron una y otra vez contra las defensas del rey Príamo a pesar de contar con los mejores guerreros. Sus especialistas más destacados, Aquiles y los Mirmidones, se negaron a entrar en combate por grandes diferencias con el baranda, lo que condicionó su estrategia hasta caer en el marasmo.

Han pasado más de 3000 años desde entonces hasta ahora, pero aquella primera gran dimisión quedó en la historia como aviso: sólo la cohesión y el orgullo de pertenencia pueden aspirar al éxito. Es el momento de poner a las personas por delante de los números para conseguir los mejores números gracias a las personas. De otro modo, será imposible. Lo explicó Homero en la Ilíada.

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