“Argentina es hoy un navío bien orientado en medio de un vendaval en gran medida azuzado por los propios políticos que desearían que naufragara”
Javier Milei ha logrado hasta el momento, como presidente de Argentina, tres meses de superávit fiscal consecutivo. Es verdad que lo ha cosechado sobre todo mediante la licuación del gasto público (incrementándolo en menor medida que la inflación) en lugar de mediante recortes selectivos de ciertas partidas (cosa que también ha sucedido, por ejemplo, en obra pública o en transferencias discrecionales a las provincias), pero, en cualquier caso, constituye un hito muy meritorio en la historia económica de Argentina y, sobre todo, el principal mecanismo a través del cual Milei espera poner coto a la desbocada inflación del país.
Y es que el superávit fiscal (o, al menos, el equilibrio presupuestario) tiene un doble efecto beneficioso sobre la demanda y sobre la oferta de pasivos estatales (y el peso, o la moneda fiat, en general, es un pasivo del Estado). Por un lado, el superávit fiscal incrementa la solvencia del Estado y, por tanto, aumenta la demanda de sus títulos de deuda: en la medida en que la capacidad de repago de los pasivos de un deudor se incremente, los inversores querrán adquirir un mayor volumen de éstos a un precio dado. Ese aumento de la demanda contribuirá a elevar su precio, lo que equivale a una caída de los tipos de interés de los bonos y a una apreciación del peso.
Por otro lado, el superávit fiscal también supone que el Estado ingresa por impuestos más pesos de los que vuelve a poner en circulación a través del gasto público, esto es, supone una reabsorción neta de pesos y, por tanto, una contracción de su oferta (o una amortización neta de bonos del Estado y, por tanto, también una reducción de su stock). A su vez, el abaratamiento del tipo de interés de los bonos también aumenta el superávit presupuestario (después de intereses) del gobierno, lo que realimenta positivamente los efectos anteriores.
En suma, el superávit fiscal consigue, tanto desde el lado de la demanda como desde el lado de la oferta, mejorar el precio de los pasivos estatales: y eso es lo que estamos presenciando en Argentina. Por un lado, una reducción del riesgo país (un incremento, en consecuencia, del precio de sus bonos en los mercados internacionales) y, por otro, una progresiva estabilización del valor del peso (con un tipo de cambio menos volátil frente al dólar y un continuo descenso de las tasas de inflación). Ésta es la senda más eficaz y coherente de controlar la inflación, pero no se halla exenta de riesgos: el principal, la sostenibilidad del superávit fiscal.
No en vano, el ancla fiscal sólo funciona si los inversores confían en que el equilibrio de las cuentas públicas se mantendrá en el tiempo. En caso contrario, si se teme que el notable superávit alcanzado en el primer trimestre de 2024 vaya a ser efímero, la demanda de moneda y de bonos volverá a hundirse, disparando nuevamente la inflación y los tipos de interés.
Y el superávit es complicado de sostener en un contexto de recesión económica (ingresos reales que caen y gastos reales que tienden a subir), de ahí que resultaría tan importante que el legislativo argentino termine dando ‘luz verde’ a las normativas de Milei (todo el Decreto de Necesidad y Urgencia, así como la Ley de Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos) que pretenden liberalizar la economía para relanzar el crecimiento. Porque, con menores cargas regulatorias, las oportunidades de inversión en el país florecerán y, por ende, también lo hará el crecimiento del PIB.
Por desgracia, las fuerzas políticas que hoy controlan el poder legislativo en Argentina no desean que el país se recupere con rapidez, sino que siga hundiéndose para que el fenómeno Milei no arraigue y no los desahucie electoralmente de las instituciones. Argentina es hoy un navío bien orientado en medio de un vendaval en gran medida azuzado por los propios políticos que desearían que naufragara.