"Unidos resistiremos, divididos caeremos". El mensaje con el que el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, tituló su última carta a los líderes de la UE lo dice todo.
Bombardeada desde dentro por las actitudes euroescépticas de algunos de sus Estados miembro y atacada desde fuera por la estulticia del presidente estadounidense y la asertividad de China y Rusia, Europa es menos Europa que nunca, sobre todo después de que Reino Unido haya decidido abandonar el grupo. Para salir de esa ruta, la UE solo tiene dos desvíos: refundación o muerte.
2018 año cero. Europa encara un presente a 28 que devendrá en un futuro inmediato a 27, una vez tenga lugar la salida de Reino Unido en marzo de 2019, el Brexit, el colofón de esta cruel década para Europa, como lo renombró el presidente francés, Emmanuel Macron. Ay, si Robert Schumann levantara la cabeza… Tenemos más Europa de la que los padres fundadores pudieron imaginar al poner los primeros pilares en 1957 en Roma.
También tenemos mucha menos Europa de la que sería deseable alcanzada ya la madurez tardía del proyecto comunitario, 61 años después de su bautismo en la capital italiana y clavada en un escenario geopolítico donde Estados Unidos abandona su papel de garante del orden liberal occidental, mientras que Rusia y China muestran una creciente asertividad y el terrorismo islámico guarda momentáneamente silencio sin que eso pueda verse como una buena señal.
La Unión Europea ha navegado una época de crisis internas y externas, algunas de las cuales siguen sin haberse resuelto transcurridos ya diez años de aquel socavón económico que despertó demonios que se creía enterrados, como el populismo y la insolidaridad entre vecinos. Era lógico pensar que aquella experiencia tumbaría el ánimo europeísta de los ciudadanos, interpretan los expertos en el informe del Real Instituto Elcano El futuro de la Unión Europea, publicado por el think tank español en mayo.
Europa es un matrimonio polígamo que asiste a terapia de pareja. Con el Brexit por montera y la crisis migratoria y de asilo como zurrón, la Unión Europea ha vuelto a colocarse en el epicentro de sí misma con la intención de sacar cintura política de la que quizá sea la mayor crisis en la historia de la UE, y levantar cabeza. Para saber hacia dónde erguir el cuello, qué desafíos encarar y cuáles son los destinos a los que dirigir la mirada, Europa ha decidido repensarse.
¿Dónde vas, Europa? “La Unión Europea se ha quedado sin objetivo y sin visión”, subraya en tono de lamento Nicolás Sartorius, vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas en su último Informe sobre el Estado de la Unión Europea, que el centro de pensamiento progresista ha subtitulado Los Estados europeos ante las reformas de la Unión.“Pero la nueva Europa ya viene de camino, atravesando sus crisis”, alienta acto seguido y en el mismo texto el veterano pensador.
Y esto gracias a… Reino Unido y su decisión de abandonar el grupo. Lo que viene a conocerse como darle la vuelta a la tortilla o su versión francesa de girar la omelette, una actitud concordante con las líneas maestras de la reforma impulsada por Emmanuel Macron a su llegada al poder en mayo de 2017 y que el líder francés concibe como un imperativo político, de fuerza similar del que emanó del fin de de la II Guerra Mundial, para evitar que los euroescépticos sigan ganando terreno.
El Brexit ha provocado cierto renacer europeísta. Ignacio Molina, investigador principal del Real Instituto Elcano, le atribuye el mérito de poner la revisión institucional sobre la mesa. Refundar la UE. Excluyendo desde un principio la reforma de los tratados, los políticos europeos, con Jean- Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, en cabeza, se han marcado un Escoge tu propia aventura con la publicación del Libro Blanco de la UE en 2017, y se plantean los siguientes escenarios para la Europa de los 27 en 2025: seguir igual, hacer más, hacer más solo quienes quieran, hacer menos pero más eficiente y hacer mucho más conjuntamente.
El Brexit ha provocado cierto renacer europeísta
Pero su potencial deliberativo ha sido desaprovechado por los Estados y la sociedad civil, como critica el exsecretario de Estado para la UE Diego López Garrido en El Estado de la Unión Europea 2018: los Estados europeos ante las reformas de la Unión, un documento de análisis y propuestas que la Fundación Alternativas publica cada año.
“Los Estados han dedicado un escaso valor al problema de fondo: el modelo de funcionamiento político de la UE”, insiste también Ignacio Molina, desde Elcano. Las nubes, sin embargo, esconden el sol. Con vistas a 2019 y a diferencia del curso pasado, la economía, el calendario, el ánimo y el eje franco-alemán parecen estar de cara. Los nacionalismos.
La UE es incompatible con los nacionalismos, porque nació precisamente para superarlos, para que no hubiera más guerras generadas por ellos en el suelo europeo. En ese meridiano, el proceso independentista en Cataluña chirría. La reunión celebrada en Roma, en paralelo a la cumbre gubernamental auspiciada por activistas europeístas como el Movimiento Europeo o los Federalistas Europeos, conmemorando los 60 años de integración europea, lo tenía muy claro en su lema: “No a los nacionalismos. No a los populismos”, recuerda Teresa Freixes, miembro de la Real Academia Europea de Doctores y, quizá, una de las mentes más clarividentes del continente en un post escrito ex profeso en su blog y que titula igual que este reportaje (Quo vadis, Europa?).
La UE es incompatible con los nacionalismos, porque nació precisamente para superarlos
“Europa ha sido ‘raptada’ por los populismos, la crisis, la tergiversación de los conceptos o, entre otras, la disolución de las antiguas certezas en las procelosas aguas de procesos como el Brexit, el fallido referéndum constitucional en Italia”, escribe en el mismo texto, “el auge de la extrema derecha en Holanda y Alemania o las resistencias del Grupo de Visegrado [Hungría, Polonia, Eslovaquia y la República Checa] sobre la postura común europea en relación con la emigración”. La inmigración. Europa es un continente de emigrantes que se resiste a la emigración.
Primero, los gobiernos ultraderechistas de Hungría y Polonia decididos a enfrentar la crisis de refugiados a palos en lugar de mediante políticas de asilo; después el Gobierno de Italia, apoyado por el Movimiento 5 Estrellas y la ultraderechista Liga Norte, más tarde con su negativa a permitir el acceso a sus puertos de los barcos humanitarios que rescatan inmigrantes en alta mar. Países como los europeos que han sufrido discriminación, racismo y xenofobia, responden con la misma moneda. La literatura que ha estudiado el lado social del dinero considera que una moneda compartida es como una lengua común: sus usuarios, da igual que sean deudores o acreedores, viven una serie de fenómenos monetarios de manera conjunta que crean tensión y desavenencias, pero también lazos y comunidad. “Por mucho que se diga”, insiste Miguel Otero, investigador principal del Real Instituto Elcano en su último documento sobre el futuro de Europa del think tank español, el euro ha sido siempre un proyecto eminentemente político, con un fin concreto: asegurar la paz en una zona geográfica que hasta la mitad del siglo XX solo había conocido la guerra.
Hasta el Tratado de Lisboa, la UE no tuvo competencias en materia de acción exterior, defensa incluida. “Ahora formalmente las tiene”, recuerda Teresa Freixes en el mismo post, pero no han sido desplegadas en todo su potencial, contraviene. La crisis de refugiados, en conexión con la guerra en Siria, la situación en Libia, en Irak, en todo Oriente próximo y medio, así como en África central, ha desnudado las políticas de asilo y refugio de la Unión, que ha fallado en el principio de solidaridad y de reparto equitativo entre los Estados miembros.
La realidad es que solo cuatro países–Malta (superó el 100% de su cupo), Finlandia (94%), Irlanda (76,5%) y Suecia—cumplieron con la cuota de refugiados a la que se comprometieron en 2015. El resto no ha llegado ni a la mitad –República Checa y Eslovaquia solamente un 2%– y varios países del Este –Hungría y Polonia– no han aceptado un solo refugiado. El drama migratorio y la tensión generada entre Estados miembros han llegado ya tan lejos que, sin una política europea de inmigración y asilo integral, a la Unión Europea le quedan dos telediarios.
Pese a que la Organización Internacional de las Migraciones (OIM) niegue que Europa esté viviendo por ello una crisis migratoria, la urgencia de una postura común ha quedado manifiesta en el pacto para el atraque del Aquarius liderado por España, en el que han participado otros cinco Ejecutivos comunitarios. Con su impulso, la cumbre del Salzburgo del 20 septiembre avanzará en las bases de una estrategia concertada.
La integración política. Después de vencer al nazismo, quizá lo más difícil que haya hecho Europa sea procurarse una integración económica sin una unión política -es decir: a medio fuelle-, “porque la unión monetaria es incompleta si no se sustenta en una unión fiscal y social”, sostiene Nicolás Sartorius en las primeras líneas de presentación del Informe de la Fundación Alternativas sobre el Estado de la Unión Europea, una defensa sin parangón de la dependencia europea “frente a los afanes de independencia” como el vivido en Cataluña y el fortalecimiento del Estado nación que abreva en los países de Visegrado y en aquellos otros Estados donde triunfan los nacionalismos populistas. “La estrategia de Jean Monnet de avanzar despacio para consolidar deprisa”, explica Teresa Freixes en su post, “dio sus frutos”.
Estos últimos años en que la Unión ha querido poner el carro delante de los bueyes sin tener todavía resuelto el marco político de la integración, “han aparecido”, subraya, “los graves problemas que ahora tenemos que enfrentar”. “Hemos tenido que esperar a situarnos en la crisis actual para que Alemania, Francia y España se hayan planteado seriamente que las velocidades de la integración no pueden ser las mismas para todos y que los problemas derivados de la globalización y las migraciones han de ser abordados en perspectiva europea”.
Las secuelas de la crisis. La UE ya no es la tierra que soñó ser. La desigualdad se ha instalado en sus Estados miembros, como una secuela de los recientes malos tiempos pasados. A pesar de la aceleración del crecimiento económico que los países de la UE han experimentado en los últimos años, la resaca de la crisis pesa como una losa.
“La UE, con una población crecientemente envejecida y muy endeudada, asiste a la recuperación más lenta y menos intensa de las últimas décadas”, aterrizan a dúo Andrés Ortega y Federico Steinberg en uno de los capítulos del informe de Elcano. La crisis trajo el estancamiento de los salarios, la concentración del ingreso entre los más ricos, un aumento del desempleo juvenil y de larga duración, el creciente empobrecimiento de las clases medias tradicionales y nuevas formas de pobreza y exclusión social en toda la UE, particularmente en los países mediterráneos.
Pese al discurso europeo sobre la igualdad de oportunidades, los perdedores fueron los de siempre. El descontento decantó en desafección, un terreno fértil para los mensajes populistas. Y, aunque el proyecto comunitario todavía cuenta con un gran apoyo, ya no es incondicional. En datos de la Encuesta Social Europea, más de dos tercios de los europeos consideran a la UE un lugar estable en un mundo turbulento; más del 80 % apoya las cuatro libertades fundamentales de la UE y el 70 % está a favor de la moneda común, en datos recogidos en el último Eurobarómetro.
Cuarto pilar. Construir una Europa social y promover la convergencia económica territorial es “una de las mejores fórmulas para aumentar la legitimidad de la integración a ojos de sus ciudadanos”, recomiendan Andrés Ortega y Federico Steinberg en su contribución al informe. Pero la sostenibilidad del Estado de bienestar en Europa hace equilibrios en una sola pata, y coja. Clave en la estabilidad política, económica y social de Europa desde la posguerra, lo social se ha tambaleado por la crisis económica y demográfica que ha puesto el sistema de prestaciones sociales y pensiones en cuestión.
España, pero también Italia, Francia e incluso Suecia, tienen una pesadilla recurrente: la sostenibilidad del Estado de bienestar, empezando por la Seguridad Social, en un contexto social cada vez más envejecido y, por lo tanto, inactivo. Puede ser visto como una rémora para la competitividad en una economía global abierta debido a su coste –especialmente por el gasto creciente en pensiones en sociedades demográficamente declinantes–, pero, para otros, es la única forma de conservar la democracia y la estabilidad social.
Artículo publicado en la revista Capital en septiembre de 2018.