Jueves, 24 de Abril de 2025

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Muere Mario Vargas Llosa, el escritor que quiso cambiar el mundo y acabó narrándolo

El último gigante del boom latinoamericano ha fallecido a los 89 años en Lima. Deja una obra inmensa, una vida de polémicas y una pregunta abierta: ¿puede la literatura cambiar un país?

Por Marta Díaz de Santos

Mario Vargas Llosa ha muerto en Lima, a los 89 años, rodeado de los suyos y sin más ceremonia que el comunicado familiar: será incinerado, no habrá homenajes públicos. El escritor que convirtió el desencanto en literatura y la literatura en combate cierra así, con discreción, una vida que nunca fue discreta.

Autor de La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral y La fiesta del Chivo, Vargas Llosa fue durante décadas una figura inevitable en la literatura en español. Su muerte deja una de esas ausencias que no necesitan épica: basta con mirar la estantería.

Se hizo famoso con una novela sobre cadetes que se odiaban más de lo que obedecían y que rompió con todo lo que en Perú se entendía como literatura. Tenía poco más de veinte años. Fue parte del llamado boom latinoamericano, pero lo suyo no era el realismo mágico: él prefería la rabia organizada, el conflicto sin trucos.

Después vino el giro. De joven marxista a liberal sin matices, de cronista de la revolución cubana a firme crítico de la dictadura de los Castro. En 1990 intentó algo que pocos escritores se atreven siquiera a pensar: ser presidente. Lo intentó en serio, recorriendo Perú con traje y sonrisa. Perdió contra Alberto Fujimori y entendió que sus batallas se daban mejor en papel.

Sus obras más recordadas marcaron generaciones y dibujaron un mapa moral y político de América Latina. La ciudad y los perros (1963) reventó la literatura peruana como una bomba: por el lenguaje, por la estructura, por su feroz retrato de la jerarquía militar. Le siguieron La casa verde, Conversación en La Catedral y La guerra del fin del mundo, donde recreó el Brasil del siglo XIX para hablar de todas las derrotas posibles. La fiesta del Chivo (2000), su mirada sobre la dictadura de Trujillo en República Dominicana, fue quizá su última gran novela. Un autor que narró las formas del poder como si fueran una enfermedad incurable.

Fotografía: Europa Press

El Premio Nobel llegó tarde, en 2010, cuando ya muchos daban por hecho que no lo recibiría. Fue en Estocolmo donde, con voz temblorosa y memoria intacta, habló de su madre, de sus profesores, de Flaubert y de la literatura como salvación. El discurso fue una pieza más de su obra. Lo acompañaba entonces su mujer de toda la vida, Patricia, que fue personaje constante y cómplice silenciosa en muchas de sus páginas. Años después, los titulares lo persiguieron por otros motivos: la ruptura, su romance con Isabel Preysler, la exposición pública.

Además del Nobel, recibió el Premio Cervantes, el Príncipe de Asturias y la Legión de Honor francesa, entre muchos otros. Pero más allá del palmarés, que era tan vasto como su bibliografía, Vargas Llosa fue un escritor leído. No era un autor de culto ni de minorías.

Ahora queda su obra, que es lo único que queda cuando los escritores se van. No hay mucho consuelo ahí, salvo el de saber que todavía se puede abrir Conversación en La Catedral y aceptar, como él, que quizá la literatura no lo arregla todo, pero al menos lo nombra.

 

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