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Lifestyle

Tres destinos para tres marinos

Por Pedro Madera

Navegar no tiene límites… 

En el mar no hay temporada baja. Siempre es el momento de disfrutar con intensidad. Sol, viento, competición y el placer de ganar a un amigo. Lejos de las grandes pruebas, como la Vuelta al Mundo, Sail GP o la Copa América, cada año son más los aficionados que deciden tomarse unos días libres y “chartear” un barco para regatear o para disfrutar de un escenario único.  

Islas Vírgenes Británicas, un territorio top

“Norman Island es la isla más legendaria del archipiélago, en la que dicen que realmente se esconden los mayores tesoros” 

Las islas Vírgenes Británicas son un destino tan único, como diferente. Posiblemente, las mejores aguas del Caribe para navegar. Los viejos piratas sabían lo que hacían cuando escogieron las Islas Vírgenes como refugio y escondite definitivo para sus tesoros. Las BVI, como dicen los iniciados, situadas entre el Atlántico Norte y el Caribe, tienen todavía hoy la aureola de “Islas del Tesoro”. De hecho, los antiguos navegantes decían que era “un sitio para ir a cualquier parte”. 

El imperio español estuvo presente en estas islas desde principios del siglo XVI hasta que los holandeses establecieron un asentamiento en la isla de Tórtola en 1648. En 1672 llegarían los ingleses que expulsaron a los holandeses y se quedaron para siempre en las islas, introduciendo el cultivo de la caña de azúcar y los esclavos africanos para trabajar en las plantaciones.  

Y, aunque las Vírgenes son el “otro Caribe”, en el británico aún queda algún que otro resto de la presencia española, como los de la fortaleza española que presiden el Parque Nacional de Little Fort, que nos recuerda que, en otros tiempos, por aquí surcaron nuestros buques, muchos de ellos hundidos en estas aguas y cargados de tesoros. Joaquín Vázquez y su empresa Aproache conocen estas aguas como la palma de su mano.  

Después de décadas olvidadas, han descubierto que su mejor patrimonio son sus aguas cristalinas, un paraíso para navegar o bucear. De hecho, dicen que fue una de las islas vírgenes, la isla Norman, el lugar que inspiró a Robert L. Stevenson para escribir su novela “La Isla del Tesoro” y muchos dicen que las escenas de “Piratas del Caribe” tratan de tener un trasfondo histórico de cómo era la vida cotidiana en estas islas. 

Poco tienen que ver los modernos catamaranes o monocascos que atracan en las marinas de Tórtola o Virgin Gorda con los galeones corsarios de la edad de oro de la piratería clásica. Cómodos camarotes, gran surtido de comida, sofisticados sistema de comunicación y una ilimitada capacidad de disfrute, frente a las incómodas hamacas, una salvaje disciplina y días enteros en alta mar… Hoy, en la marina, todo es muy distinto: desayuno generoso en frutas, ambiente selecto y toda clase de caprichos para los amigos de la buena vida. 

Cuando partimos de la isla de Tórtola, por el canal de Sir Francis Drake se entiende mejor dónde estamos. Es uno de esos lugares que parecen existir sólo en las postales: las aguas absolutamente transparentes, bajo unos increíbles cielos azules manchados por unas nubes que anuncian tormentas en la tarde. En definitiva, Caribe en estado puro. 

En seis días de navegación, cada día guarda una sorpresa. El recorrido nos ha llevado por Cooper Island, Peter Island o Norman Island. Cada lugar guarda sus atractivos. 

Calas fantásticas para una barbacoa de marisco, amaneceres en playas salvajes donde el snorkeling es una obligación y la sensación de ser mecido en nuestra cama por una mano mágica es una realidad. Incluso no falta ese tramo de tormenta, donde llueve con emoción, con pasión y crea la sensación de estar haciendo algo importante. Esa noche nos parece más merecida una piña colada como aperitivo y una langosta que al cocinero se le ha pasado del punto… Exotismo, reggae, fiesta, deporte, aquí hay de todo. 

Norman Island es la isla más legendaria del archipiélago, en la que dicen que realmente se esconden los mayores tesoros. Para los aficionados al submarinismo es conocida por sus cuatro cuevas, magníficas para hallar otro tipo de tesoros submarinos: los de la naturaleza. Posiblemente, uno de los puntos más atractivos es llegar a la isla de Anegada, famosa por los barcos encallados en sus arrecifes de coral. La isla también es famosa por ser un santuario de aves de 4.5 km2 de superficie y también por su flora salvaje. 

Nos quedaban todavía algunos días de navegación que dedicamos a descubrir los maravillosos fondeaderos de Jost Van Dyke y alrededores: Green Cay y Sandy Cay, uno de esos islotes que nos recuerda las islas en los dibujos animados. El único problema es el reloj, porque el nuevo vuelo sale en unas horas… 

Polinesia Francesa en un catamarán para buscar a Gauguin

“En Bora-Bora el verdadero lujo está en el agua, en nadar en un bosque de corales” 

Hay escenas que paran el reloj. Tecnologías, progreso o ciencia se bloquean al amanecer cuando se sale del camarote frente a la isla de Raiatea. El río que sale de entre los árboles de una frondosa selva, los niños desnudos bañándose, mujeres pescando desde el muelle y flores flotando en las tranquilas aguas, cocos, mangos y plátanos apilados en las entradas de las casas, escondidas entre una tupida vegetación, de la que sólo sobresalen las esbeltas palmeras. Aunque la travesía desde Huahine ha tenido buen viento, siempre es agradable hacer noche cerca de la costa, tomar un café en tierra y ver el ritmo cotidiano entre la población local. 

La postal perfecta debe ser algo parecido a nuestro entorno. Por unas pocas monedas nos llevamos una docena de gigantescos cocos hasta nuestro barco. Solo la necesidad de comprar una generosa cantidad de víveres nos obliga a llegar hasta Uturoa, que dicen que es la segunda ciudad de Polinesia. Por suerte, aquí todavía el progreso es relativo: las calles están casi sin asfaltar, las flores adornan cabezas y cuellos en hombres y mujeres como algo cotidiano

En todos los viajes en barco hay una extraña energía que nos anima a seguir la ruta. Un generoso desayuno cuando nos alejamos de la costa de Raiatea, camino de Bora Bora, te ayuda a valorar mejor la belleza del entorno. La tierra “sale” del mar como un poderoso bloque esmeralda. Verde, muy verde, como queriendo reivindicar su existencia en los Mares del Sur

Un día de navegación en Haamene por la mañana o en Hurepiti para el atardecer son una buena excusa para navegar, pescar y disfrutar del mar. Cada uno tiene sus lugares de referencia. Por el paso de Toahotu se puede salir del lagoon e ir a Tautira, a la izquierda tenemos Tahaa, con el mítico Taravana Yatch Club.  

Viento de 9 nudos, la nube perfecta para polarizar la foto y cocina sencilla entre baño y baño… ¿quién da más? Incluso el nombre de Bora-Bora no parece un reclamo suficiente. Navegar por el sur de Tahaa, por dentro del lagoon buscando un paso hacia el oeste de Tahaaa transmite una extraña placidez, compartida por la media docena de barcos que navegan en la zona. 

Y cada isla es un reclamo. A pesar del tópico, llegar a Bora-Bora en barco tiene algo de obligado. La entrada al lagoon es espectacular, la costa está repleta de palmeras que majestuosas se alzan en varias filas. Detrás se esconde la montaña mágica, la cima borrada por las nubes que dibuja el perfil de un guerrero mahorí descansando, como cuenta la leyenda. Varios veleros parecen “pegados” sobre esta gigantesca piscina de aguas cristalinas. 

Cuando sale el sol partimos hacia el pueblecito de Vaitape, capital de Bora-Bora. Como es domingo, se ve poca gente en la calle. Siempre hay puestos de frutas improvisados debajo de los árboles donde venden bananas, un tubérculo con forma de antorcha que se le conoce como taro y otras frutas. 

Aquí el verdadero lujo está en el agua, en nadar en un bosque de corales. Miles de formas y colores: árboles y flores del mar, blancos, lilas, amarillos, verdes, peces ballesta, globo, mariposas, almejas gigantes con la carne verde brillante que se cierran al acercarnos, trompetas y dos rémoras solitarias. No vemos las típicas mantas enormes, pero sí alguna raya pequeña. 

Realmente, la vida está en el mar. En esa enorme manta que nada cerca del barco, en los miles de peces de colores pequeños que parecen formar un collage en la mar turquesa y en ese tiburón que acompaña a un grupo de rémoras. La belleza está a pocos centímetros del barco, abandonados en la belleza de una marea que no lleva a ninguna parte. 

El canal de Midi en la Francia gourmet

“Una ruta perfecta para marineros tranquilos” 

¿Una ruta para marineros tranquilos? Pues el Canal du Midi es nuestro destino. Para los que no sepan francés, decir que Canal du Midi significa Canal del Mediodía. A grandes rasgos, el nombre no dice mucho, se trata de una vía navegable francesa que une el río Garona en Toulouse con el Mar Mediterráneo. Suena tan bonito como placentero. Es esta una gran obra hidráulica que permite la comunicación de la costa atlántica con la mediterránea. 

Se le atribuye a este enorme conducto el ser el más antiguo de Europa y no le falta razón a esta tesis, ya que se construyó bajo el reinado de Luis XIV, esto es, comenzó a edificarse en 1666 y acabó en 1681. Esta gigantesca vía acuática, diseñada por el ingeniero Pierre-Paul Riquet, movilizó a 12.000 hombres para su construcción, tiene fama internacional y es reconocida por la Unesco entre los 469 lugares del patrimonio mundial de la humanidad. Cerca de la frontera española no existe pues mejor sitio que éste para realizar una ruta. Un lugar placentero donde se disfruta de otra forma de vida.  

Este agradable itinerario reúne una serie de características que lo hacen ideal para un fin de semana perfecto. Su distancia es moderada, es decir, no hay que darse una paliza, ni escalar el Tourmalet para recorrerlo. Estamos en una ruta con escasos desniveles. Sólo hay que salvar pequeñas rampas en las esclusas. Además, si optamos por hacerlo en bicicleta podemos presumir también de tener sombra casi continua, pues el canal está bordeado en toda su longitud por distintos tipos de árboles y, por último, es una ruta que goza de una temperatura favorecida por el excelente clima del sur de Francia. 

Una de las principales atracciones que tiene la ruta del Canal du Midi, que recorre 240 kilómetros entre la laguna de Thau, cerca de Sète y Toulouse, es contemplar la variedad de barcos que circulan o están anclados en sus aguas, desde los yates más cools hasta barcos tradicionales, muchos de ellos convertidos en residencias flotantes, como sucede en los canales de Ámsterdam. 

Después de un día en Moissac, el inicio de la ruta tiene ese gusto romántico de los días de niebla. Son pueblos pequeños, como Verdun, o Fronton. Señoras en bicicleta van a buscar las baguettes por la mañana y, entre calle y calle, sale ese aroma a croissant recién sacado del horno. 

También se puede iniciar la ruta por este canal en Toulouse, que es una de las ciudades principales de Francia, con un casco antiguo en el que destacan sus coquetas y animadas calles. Entre Toulouse y Carcassonne el canal funciona como una poderosa red de ocio entre la N 113 y las autopistas. De un modo discreto el agua anima a un picnic o un pequeño paseo. La vida fluye con tanta facilidad que da igual que sea laborable o festivo. 

En una segunda etapa sería conveniente pasar por Naurouze, donde se inicia la alimentación del Canal du Midi con las aguas procedentes de la Montaña Negra. 

Los atractivos se suceden. El ocio lo podemos encontrar en Port Lauragais, que es un puerto de recreo en el interior perfecto para un picnic al mediodía o preparar nuestras mochilas para una buena caminata. Además de la dársena octogonal que hoy se encuentra cegada, Naurouze cuenta con un obelisco levantado en honor de Pierre-Paul Riquet entre 1825 y 1827. 

Al visitar Castelnaudary nos encontramos con uno de los puertos más importantes del canal, denominado el Gran Estanque. El casco antiguo y sus monumentos reflejan sus siluetas en las aguas de este lago de reducidas dimensiones que termina en la esclusa de San Roque, formada por cuatro desniveles consecutivos que permiten superar los 9,5 metros. 

Otra buena opción nos puede llevar hacia las ciudades de Carcassonne y Béziers, dos lugares de referencia. La primera con su ciudadela que nos transporta hacia el mundo medieval. La Cité es como un gran teatro, donde los turistas y la iluminación nocturna crean una fantasía continua. Beziers no es tan turística, pero su atractivo es evidente. Ver la catedral de St. Nazaire desde el puente viejo sobre el río Orb es una forma perfecta de entender el románico.  

Un sueño donde la conducción es dificultosa, por lo que conviene olvidarnos del coche y disfrutar de sus cuestas y sus calles inclinadas. Las esclusas de Fonseranes nos demuestran las capacidades de la ingeniería del siglo XIX: ocho puertas sirven para superar los 312 metros de desnivel, el agua y las leyes de la física hacen el resto… 

El mar ya está más cerca. 

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