Por Francisco J. Delgado, Profesor Titular de Economía Aplicada de la Universidad de Oviedo.
El Impuesto sobre Sociedades es una figura relevante e indiscutible del sistema tributario moderno, pero siempre despierta importantes controversias y profundas discusiones. Aunque su recaudación -el 2,7% del PIB y el 6,6% de los impuestos totales en 2019 en la UE-27- es porcentualmente moderada respecto a otras figuras, como el IRPF, el IVA o los impuestos especiales, o, por supuesto las cotizaciones sociales, su volatilidad y efectos sobre la actividad económica, la inversión y el empleo elevan el protagonismo de esta figura tributaria tanto a nivel académico, como político, económico y social. Descarta la progresividad en el impuesto, ya que, tras las compañías, finalmente estarán personas físicas, en cuyo ámbito sí se puede graduar tal progresividad. El equilibrio, pues, entre eficiencia y equidad en Sociedades no resulta nada sencillo.
En estas últimas semanas se habla, y con bastante intensidad, del acuerdo del G7 sobre un tipo mínimo global en el Impuesto de Sociedades para las empresas multinacionales, con el foco en las grandes compañías digitales. Es un tema recurrente en las últimas décadas, y, tras la propuesta de EEUU, clave para este tipo de iniciativas globales, de un tipo del 25%, luego rebajada al 15%, Europa lanzó unas simulaciones con distintos tipos, inclinándose por un 25%. Finalmente, el acuerdo señala el 15% como tipo mínimo.
Sin restar un ápice de importancia al acuerdo, máxime en una materia tan controvertida como esta, que merece una valoración positiva en cuanto a la necesidad de contar con un marco tributario internacional con una mínima coordinación o armonización -tanto para evitar una competencia fiscal a la baja (race-to-the-bottom) que pueda resultar perjudicial, como para lograr un cierto gravamen global de los beneficios empresariales sin menoscabar el importante papel de las compañías en la generación de actividad y empleo-, debemos tener algunas cautelas respecto al alcance del mismo, por distintas razones.
La primera es que el acuerdo del G7 debe ser ahora extendido al resto de países, G20, OCDE, UE, y ahí el asunto puede ser bastante más complicado. Y debemos tener en cuenta también a los demás países, que pueden aprovechar la situación en su beneficio. La segunda es que la fiscalidad es un potente instrumento para atraer inversiones y capital, por lo que alcanzar acuerdos relevantes, con todos los detalles y mecanismos necesarios, no es un tema nada baladí.
La tercera razón es que la existencia de territorios de baja o nula tributación no se circunscribe exclusivamente a determinados países en ubicaciones paradisiacas, sino que también están presentes en países líderes, y dentro de la Unión Europea o el propio EEUU. El cuarto motivo es que las discrepancias actuales en los tipos impositivos nominales o estatutarios entre países a lo largo del planeta son enormes. Incluso dentro de la propia Unión Europea -con Irlanda como caso más destacado-, donde la armoni zación fiscal descansa hasta la fecha en la imposición indirecta -tipos mínimos en IVA y especiales- y apenas se refiere a la imposición directa.
Por otra parte, otro de los factores es que, además del tipo de gravamen nominal o estatutario, el impuesto tiene otros grandes ingredientes. El tributo cuenta con deducciones o bonificaciones varias, que transforman el tipo inicial en el tipo efectivo de gravamen, convirtiendo las comparaciones internacionales en ejercicios verdaderamente complejos.
Además, y junto al tipo, resulta crucial la base (imponible), con discrepancias entre el resultado contable y el beneficio fiscal, un tema sobre el que también se lleva años discutiendo para una base imponible consolidada común. Mientras no haya normas comunes para fijar la base del impuesto, hablar “solo” del tipo de gravamen es abordar el problema de una manera parcial.
Finalmente, la existencia de “tasas Google” en algunos países, iniciativas no consensuadas, y no muy recomendables, por tanto -como la de España con su impuesto sobre determinados servicios digitales-, debería ser revisada a la luz del acuerdo, con EEUU a la cabeza de su lucha contra esta tasa.
En suma, el acuerdo es una buena noticia para tratar de fijar determinadas reglas de imposición societaria a nivel internacional, pero el número de interrogantes y obstáculos que tiene por delante invita a la cautela sobre sus repercusiones reales a corto y medio plazo.