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Opinión

Gonzalo Núñez

Dame corticoles y llámame tonto

“La política de ‘corticoles’ del Gobierno aspira a mantener con respiración asistida al ciudadano y abandonarlo a una eterna minoría de edad”     

Lo más parecido, sin tener nada que ver, a una cartilla de racionamiento que conocimos los niños de los 80 y los 90 fueron los ‘corticoles’. A la vuelta del verano, las madres coleccionaban ávidamente estos descuentos como, antaño, en circunstancias bien distintas, sus madres habían recortado los cupones del hambre. 

A más ‘corticoles’, menos inversión en zapatos o en esos pantalones cortos y grises que gastábamos los chicos de la concertada. A las madres les encantaba sumar cupones tanto como nos encorajinaba a nosotros todo lo que tuviera que ver con la vuelta al cole (“volver a empezar”) que radiaba festiva y machaconamente el famoso centro comercial.  

A los veinte años, los ‘corticoles’ ya eran algo más serio, pero tampoco tanto: así nos referíamos a esos 300 euros que nos daban en nuestras primeras prácticas en prensa. “¿Has ido a por los corticoles?”, nos decíamos a final de mes. Era una manera de minusvalorar con gracia ese aguinaldo para tabaco, para copas, para una escapada a Londres con los colegas. No daba para gran cosa, pero es verdad que ese poco era mucho porque era lo primero que ganábamos por nuestra cuenta. 

Intuíamos, porque entonces las cosas iban mejor, que esos 300 euros pasarían pronto a ser 900 y luego 1.800. Y así, en adelante. Los ‘corticoles’ darían paso a la nómina y, con ella, la vida dejaría de estar subvencionada por los padres, por el Estado, por El Corte Inglés, por quien fuera.       

Tantos años después de aquellos veranos de infancia, me vengo recordando con asiduidad de los viejos ‘corticoles’. Sumida en la inoperancia, nuestra clase política y, en concreto nuestro Gobierno, ha desistido de pelear la dignidad y autonomía de sus ciudadanos y ha optado claramente por una política de ‘corticoles’ entre bochornosa y peligrosa. 

Al bono cultural de 400 euros para los chicos que cumplen 18 años ha sumado Pedro Sánchez otro cuponcillo para que los universitarios se vayan de Interrail este verano. La última ocurrencia al cierre de esta edición es subvencionar el cine a los mayores de 65 años: entradas a dos euros los martes.    

La batería de cupones revela dos cosas que a nadie con un mínimo de inteligencia puede dejar de inquietar: por un lado, el reconocimiento tácito de la incapacidad de proveer de condiciones laborales y sociales estables al pueblo, a quien cada vez hay que ir suministrando nuevos ‘corticoles’ para tapar agujeros; por otro lado, esa querencia absurda e indigna de dictar desde el Estado qué ha de ser subvencionado, qué es bueno que el Estado provea.  

¿Por qué exactamente entradas al cine? ¿Por qué exactamente Interrail? ¿Por qué engolosinar con ocio a una generación, los jóvenes, que sólo necesitan autonomía, único amparo contra la frustración? ¿Por qué subvencionar el cine a una generación, los jubilados, que cuenta con patrimonio y pensiones al alza, a menudo doblando el sueldo de sus nietos? ¿Por qué arrinconar recurrentemente a los trabajadores entre 35 y 65 años, los grandes fiadores de esta farsa?   

A falta de casa y trabajo, la parte mollar, el quid de la cuestión, lo único que puede anclar a una generación y apegarla a su país y a su propia historia, la política de ‘corticoles’, creciente y amenazante, aspira a mantener con respiración asistida al ciudadano y abandonarlo a una eterna minoría de edad. Nadie debería decidir en qué es bueno invertir el dinero, aunque la cultura y el ocio parezcan causas inocuas y hasta loables. 

Un ciudadano autónomo, que es aquel que cobra su nómina y puede valerse solo con ella, ha de ser responsable único de sus inversiones, sea cine, palomitas o muebles de Ikea. Sin embargo, con la inflación por las nubes, los sueldos por el suelo y los pisos imposibles, ¿cuántos de los jóvenes (y no tan jóvenes) de nuestro país pueden realmente llamarse autónomos, libres? 

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