Es evidente que la humanidad vive mejor ahora que hace 100 años: el progreso científico avanza. Lo que en el pasado tenía efectos letales, hoy puede ser tratado mucho más rápidamente y con mayores garantías de éxito. No obstante, se ha considerado como una certeza que el desarrollo económico siempre iba a tener una dirección ascendente. Muy pocos estaban preparados para acontecimientos como el COVID-19: también porque la capacidad de muchas personas para cubrirse ante la adversidad ha sido cada vez menor.
Generaciones inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial o a la Guerra Civil española advirtieron durante años sobre la necesidad de estar siempre preparados para hacer frente a cualquier tipo de catástrofe natural, ya sean guerras, pandemias u otro tipo de acontecimiento. Se trataba de personas que almacenaban todo tipo de víveres en el sótano de su casa.
Sin embargo, mientras esas generaciones han ido desapareciendo, se ha ido forjando la idea de que este tipo de fenómenos no volverían a suceder en la sociedad contemporánea.
Helmut Schmidt, ex canciller alemán y una de las principales conciencias de la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial, confesaba que le preocupaba el desconocimiento que tenían las generaciones recientes sobre la posibilidad de experimentar una situación inédita sobrevenida, en gran parte, resultado de no haber vivido una guerra.
El presidente Emmanuel Macron ha utilizado repetidamente la equivalencia entre la situación actual con una guerra en sus alusiones a la nación. La guerra significa que la sociedad, la economía y la política tienen un solo objetivo: destruir al enemigo, cueste lo que cueste. Quizá no se pueda hacer una extrapolación exhaustiva entre la situación actual y una guerra, pero sí parece que, desde mediados del siglo pasado, no se había vivido una tragedia similar en la sociedad occidental.
Estado de bienestar y responsabilidad individual
Además, el creciente Estado del Bienestar ha favorecido que la sociedad occidental haya ido abandonando poco a poco su sentido de responsabilidad. Las catástrofes naturales, por definición, podrían existir en otros contextos, pero no en el nuestro. Como consecuencia, en las últimas décadas los ciudadanos se han comportado pensando que serían permanentemente abastecidas, incluso salvadas, en casos de necesidad. Esta idea se ha explicitado en las promesas electorales con mensajes de bienestar infinito y de que sería el Estado el que intervendría en caso de una desgracia sobrevenida.
Como consecuencia, el gasto público ha ido aumentando, y para hacer frente a la creciente intervención del Estado en la economía y para poder pagarlo, ha ido aumentando también la carga impositiva a las clases medias. Esto ha tendido a unificar las rentas y las condiciones salariales del obrero tradicional con el profesional cualificado, lo que dificulta enormemente el incentivo a esforzarse por ser más competente a todos los niveles.
Cómo debe actuar el Estado en la pandemia
En otras palabras, desde hace muchos años el Estado se ha ido haciendo fuerte en la regulación en la economía y en las políticas fiscales que limitan las potencialidades de los ciudadanos para cambiar el rumbo de la sociedad. Las administraciones duplicadas, subvenciones por doquier y muchas otras partidas innecesarias han devorado enormes recursos presupuestarios. Y es que la mayor parte de los males que estamos padeciendo son consecuencia de los descuidos pasados y de los desórdenes que desde hace años se vienen realizando en el gasto público. Cómo se explica, por ejemplo, que desde el comienzo de la pandemia la sociedad occidental no haya sido capaz de aportar de forma inmediata a la población test fiables y mascarillas de protección, instrumentos esenciales para delimitar los casos de infección, su aislamiento y su tratamiento posterior.
Y es que, en esta brutal crisis provocada por el COVID-19, parece evidente y también necesario que intervenga el Estado. El objetivo: evitar grandes pérdidas de bienestar, canalizando ayudas inmediatas y necesarias a empresas y particulares mediante fuertes inyecciones de liquidez, garantizando el abastecimiento sanitario, en prevención y en el tratamiento posterior. Pero, desgraciadamente, en esta crisis, Europa y especialmente España parten de una situación de endeudamiento abultadísimo. Y los recursos ahora fundamentales y justificados, se han vuelto, desgraciadamente, muy escasos. Por ello, las ayudas estatales han sido limitadas y tardías. Y debido a ese enorme endeudamiento que arrastramos, el escenario de recuperación a medio plazo se configura con futuras subidas de impuestos. Es decir, con una pérdida considerable e inevitable de bienestar y riqueza.
Lecciones posteriores a la crisis
Una buena lección a la salida de la crisis sería aquella en la que el Estado se dedique fundamentalmente al ejercicio correcto de sus competencias principales, como es, en este caso, la protección frente a una pandemia. Y la fuerza de éste sólo será efectiva cuando deje de inmiscuirse en la redistribución arbitraria de la riqueza y canalice el dinero público en actividades de tipo productivo y no ideológico.
El Estado debería preocuparse fundamentalmente en fomentar el futuro de la economía, creando modelos de funcionamiento para generar crecimiento y nuevos empleos, sin olvidar que tiene un papel de árbitro en el campo económico, no de compañero de equipo dominante. Su papel debe resumirse en forjar cauces de oportunidad a los particulares para que estos diseñen la estrategia más eficiente para que la sociedad salga adelante. La colaboración entre el Gobierno y la iniciativa empresarial será clave para que la duración de la crisis sea lo más breve posible.
Rafael Pampillón y Rafael Moneo son profesores de IE Business School. Rafael Pampillón es además catedrático de la Universidad CEU San Pablo.
Columna publicada en el número de mayo/junio de 2020 de la revista Capital.