Por Juan Ramón Rallo, Doctor en Economía. Profesor en la Universidad Francisco Marroquín, en el centro de estudios. OMMA, en IE University y en IE Business School
La deuda pública de España cerró 2020 en el 120% del PIB. Una cifra gigantesca que, sin embargo, no es excepcional: al otro lado del charco, EEUU carga aproximadamente con el 130% del PIB en pasivos estatales. Hasta cierto punto, se trata de magnitudes comprensibles, habida cuenta del momento extraordinario que estamos viviendo: después de una guerra –y la pandemia está siendo, de alguna manera, una guerra contra el virus–, las obligaciones de los Estados suelen multiplicarse. Y es que, por un lado, el sector público suele tener una fuerte necesidad de endeudamiento durante las guerras, y, por otro, los ciudadanos suelen buscar refugio en estos pasivos financieros “libres de riesgo” en momentos de elevada incertidumbre.
O, dicho de otro modo, durante las guerras se junta el hambre de endeudarse con las ganas de comer deuda y, por tanto, la población se lanza a comprar aquellas obligaciones de Estados solventes que les garanticen la preservación de su capital. El problema reside, empero, en qué sucede una vez ha terminado la guerra. A la postre, niveles de endeudamiento público tan elevados como los actuales puede terminar convirtiéndose en problemáticos si los Estados no los digieren y van recuperando espacio fiscal.
¿Qué sucedería si, por ejemplo, EEUU mantiene –o incluso incrementa– los niveles actuales de endeudamiento público y, en un momento futuro no muy lejano, estalla otra pandemia, un conflicto armado o una crisis económica muy seria que requiera de otra intensa ronda de endeudamiento público? Pues que, tal vez, los inversores comenzarían a desconfiar de la solvencia de EEUU a largo plazo y rehuirían la adquisición de su deuda a tipos de interés tan bajos como los presentes.
¿Y qué ocurre cuando un gobierno necesita endeudarse y los ahorradores no están dispuestos a prestarle a tipos de interés que vuelvan viable el repago futuro de esa deuda en el futuro? Pues una de dos: si el Estado no controla la moneda en la que denominada esa deuda (por ejemplo, España con respecto al euro), no le queda otra que dejar de pagar los pasivos insostenibles y reestructurar su situación financiera (lo que normalmente le supondrá que no pueda volver a endeudarse en mucho tiempo); si, en cambio, el Estado sí controla la moneda en la que denominada la deuda, entonces cuenta con la presuntamente preferible alternativa de ordenarle al banco central que adquiera los títulos de deuda pública que nadie más quiere comprar.
Pero, en este último caso, lo que tiende a producirse es una huida inversora de la moneda de ese banco central: es decir, alta inflación interna y fuerte depreciación del tipo de cambio externo (una crisis monetaria en toda regla). De ahí que no existan soluciones mágicas para remediar una crisis de deuda: o impagas con quitas formales a los tenedores o les impones quitas informales a través de una alta inflación que, de rebote, también devora los ahorros de los ciudadanos de ese país. Por eso, claro, convendría intentar evitar que las obligaciones públicas se disparen antes de que suceda cualquiera otro evento imprevisto –como la actual pandemia– que las eleve hasta un punto de no retorno.
Desgraciadamente, la tranquilidad reinante a día de hoy en los mercados de deuda no empuja a nuestros gobernantes hacia la prudencia financiera. ¿Quién querría aprobar ahora mismo impopulares recortes de gasto o subidas de impuestos si los mercados nos están financiando los déficits a tipos de interés casi nulos? Al contrario, la coyuntura parece imponer explotar al máximo este clima de financiación laxa para aumentar el gasto público (como ha decidido hacer Biden en EEUU).
En el caso específico de España, además, los mercados de deuda están dopados por la participación del Banco Central Europeo, ya que la moneda –el euro– está respaldada no sólo por la frágil credibilidad española, sino por el sólido crédito alemán. Vivimos, pues, un proceso de socialización de deudas dentro de la Eurozona a través del balance del BCE, el cual oculta la auténtica realidad financiera de muchos de nuestros gobiernos e impulsa a nuestros políticos a avanzar firmemente por la senda de la irresponsabilidad. Si no cambiamos el rumbo y, una vez superada la pandemia, empezamos a tomarnos en serio el problema de sobreacumulación global de deuda pública, lo terminaremos pagando muy caro cuando algún otro cisne negro vuelva a pillarnos por sorpresa.