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Opinión

Redacción Capital

¿Hay gasto superfluo en la administración?

Por María Cadaval, profesora de Economía Univerisdade de Santiago de Compostela

La economía vuelve a crecer. Así lo reflejan los datos de afiliación a la seguridad social, la reducción de los trabajadores afectados por un ERTE, el Índice de Producción Industrial, las exportaciones o la movilidad de la población. Pese a esta mejora, el desequilibrio de las cuentas públicas está asegurado, la deuda -como el stock generado por el flujo de déficit- continuará por encima del 100% del PIB y el resultado aritmético de restar el importe de los gastos a los ingresos no financieros seguirá pivotando sobre la necesidad de incrementar los segundos y de racionalizar los primeros.

Con la discusión de los ingresos adiada tras el anuncio de una reforma fiscal en stand-by hasta marzo de 2022 y la aprobación de la enésima ley contra el fraude fiscal -necesaria en la medida en que se cuelan por los agujeros del sistema tributario algo más de 60.000 millones de euros al año-, se apremia al Gobierno a que diseñe un plan de consolidación fiscal, que debe fijarse también en la olvidada racionalización del gasto. La ejecución del gasto público en España es relativamente inferior a la de sus homólogos europeos. Según Eurostat, el gasto del sector público se sitúa ligeramente por encima del 42% del PIB, es decir, está 4,6 puntos por debajo de los 18 países europeos que superan la media del 46,7%, y por encima de los 10 países que no la alcanzan. Si a esto se une el amplio abanico de servicios que presta el sector público español, no parece coherente afirmar que exista un problema de exceso de gasto público, pero sí lo hay –y grave- de eficiencia en su ejecución.

Entre las causas que se pueden achacar a este hecho está la propia creación del estado de las autonomías, que se hizo sin desmontar primero las estructuras administrativas existentes, lo que ha dado lugar a una superposición de tareas y funciones, muchas veces duplicadas o triplicadas, que derivan en partidas concurrentes e innecesarias. De igual modo, la falta de un sistema de evaluación de los egresos públicos ex ante y ex post aboca a los gobiernos a cometer despilfarros como los consumados hace poco más de una década, así como también a perpetuar errores sistemáticos en programas y medidas que se repiten por inercia, aunque resulten ineficaces e incoherentes. Todo ello acompañado por una mejorable política de gestión de personal en la que falta planificación, sobra rigidez y se requiere mayor responsabilidad.

En este tránsito hacia la eficiencia se exhortan acciones con importante trasfondo político que, además de la necesaria voluntad, llevan su tiempo y esfuerzo. Mientras, otras son perentorias y más fáciles de implementar. La Agencia Independiente de Responsabilidad Fiscal (Airef) ha iniciado un interesante ejercicio de spending review, que pone de manifiesto el amplio margen de mejora que tienen las decisiones de componentes de gasto tan importantes como el farmacéutico, los incentivos fiscales, las subvenciones, las políticas activas de empleo o las decisiones de inversión en infraestructuras de transporte, que habitualmente se desarrollan sin una hoja de ruta determinada, y, muchas veces, carentes de coherencia.

En este sentido, España debiera tomar buena nota de lo que ha puesto en marcha el primer ministro italiano, Mario Draghi, nada más llegar al gobierno: un ambicioso plan para reducir las cargas administrativas o gasto superfluo de la administración, como paso previo a la consolidación fiscal de su país. 

El Gobierno se ha comprometido con Bruselas a evaluar el gasto público a través de la creación de una división permanente de revisión. Estaría bien que las CCAA tomasen nota también y se aplicasen el cuento, al tiempo que todos los niveles de administración practicasen un cambio de cultura burocrático-administrativa que aligerase, en lugar de incrementar, los gastos innecesarios. No es un camino fácil de recorrer, pero resulta imprescindible. Lo superfluo es accesorio, improductivo y nos aleja de la necesaria consolidación fiscal.

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