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Opinión

Mariano Avilés

La quiebra de la sanidad española

Por el Ministerio de Sanidad (por abreviar el nombre), en democracia han pasado 15 ministros, más otros cuantos en funciones. Una media de año y medio por ministro, lo que pudiera llevar a pensar que el Ministerio de Sanidad no ha gozado, ni goza, de buena salud. La calidad media de los titulares de la cartera es sensiblemente mejorable, salvo contadas excepciones. 

También mencionaré dos hitos legislativos importantes en los últimos veinticinco años. Uno es la promulgación de la Ley de autonomía del paciente del año 2002, que nos dio a todos carta de naturaleza como ciudadanos responsables, con nuestros derechos y obligaciones en materia de salud. 

El otro hito es la llamada Ley de garantías y uso racional del medicamento, nacida para armonizar la legislación europea con la nuestra en esta materia y dotar a la sociedad española de un instrumento institucional que permitiera que los problemas relativos a los medicamentos fueran abordados por cuantos agentes sociales se vieran involucrados en su manejo para el perfeccionamiento de la atención sanitaria. El resto son disposiciones se pudieran llamar de segunda categoría, que se modifican conforme se suceden los ministros. 

Hoy, el paisaje farmacéutico y sanitario en general ha cambiado mucho en necesidades, exigencias y prestaciones, y no es que los ciudadanos nos hayamos hecho más sabios. La población en general ha envejecido sin que haya un relevo poblacional que cubra con sus impuestos las necesidades de los pacientes. 

La salud y la calidad de vida de los pacientes dependen, a mi entender, de dos factores fundamentales. Por un lado, el avance de la medicina y la tecnología, que permite diagnósticos precoces y preventivos y, por otro, la farmacología que avanza a pasos agigantados investigando y creando nuevos fármacos.

La industria farmacéutica investiga sin cesar para el descubrimiento de nuevas moléculas y, con ello, la creación de medicamentos innovadores y de última generación. Queda por ver si en algún momento se pudiera producir el acceso universal a tan costosos tratamientos en una coyuntura en la que la crisis económica tiene la marca España. 

La digitalización, tarjetas electrónicas, la inteligencia artificial, tecnología de diagnóstico de nueva generación… Todo ello no debiera sustituir nunca al profesional que, con su dedicación y calor, es capaz de calmar y curar. 

Cuestión aparte es cómo arreglar la falta de profesionales en el mundo de la salud, que pasa por la adecuada gestión del personal profesional y aspirantes a serlo y la adecuada remuneración que evite salidas masivas hacia otros países. Todo ello requiere una ajustada regulación legal que encauce el camino del buen hacer, con equilibrio entre la política y la gestión de los recursos. 

Esta es, a mi juicio, la cuestión nuclear; la falta de equilibrio entre lo que los ciudadanos necesitamos que el gobierno atienda en materia de salud y las escaramuzas políticas sin fundamento que reducen a la sanidad a un aspecto irrelevante. ¿Dónde quedó aquella afirmación de ‘salus pública suprema lex’? En el más absoluto de los olvidos. 

La cesión de las competencias en salud hecha a las comunidades autónomas se entendió para ajustar las necesidades sanitarias a cada región atendiendo a su peculiaridad. No existe criterio ministerial razonable que permita invadir dichas competencias si no es por asunto de extrema gravedad.     

Las Administraciones sanitarias quieren volver a tomar el camino del profesional atento y humano que haga de contrapeso con la tecnología, que avanza mucho más deprisa que el propio sentir de los profesionales. Para ello, hace falta una adecuada política de personal, presupuesto adecuado y tiempo para poder desarrollar el trabajo diario. 

Hay desde hace años un claro divorcio entre el sentir social y la actividad de los gobiernos a la hora de dotar presupuestariamente la sanidad. De nada sirve un ministerio como el de Sanidad volcado en consignas de índole política alejadas del sentir social. 

La buena gobernanza debe ser exigida y para ello hay que creer que el Sistema Nacional de Salud español es digno de ser defendido, merece cuidados y presupuestos que hagan posible su sostenibilidad.

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