Un negocio de los de antes era, ante todo, una forma de vida, una prolongación de la familia hacia la calle
He dicho alguna vez que las cosas se torcieron cuando pasamos de los oficios a los empleos. Un oficio era algo consuetudinario y transmisible; quien lo aprendía (y eso solía ser en la infancia o la adolescencia) heredaba un saber afinado en el tiempo y lo proyectaba hacia el futuro. Un empleo, en cambio, es una figura ad hoc e intercambiable. Quien toma empleo adquiere, sobre todo previamente, unas capacidades o skills (hay que decirlo en inglés para que se entienda la diferencia) que se acotan al propio empleo y no se integran tanto en la vida del ejerciente ni se circunscriben a él y a su pericia.
A mí, galdosiano extemporáneo, todavía me conmueve el cierre de los negocios tradicionales, por más que suene a cliché. Soy suficientemente viejo para haber vivido cerca de una tienda de bicicletas, una cerrajería, un latero o un zapatero, pero no tanto como para no haberlos vivido ya en su declive, como sombra de lo que fueron. En mi Sevilla natal todo eso son ahora bares y tiendas de moda. Nadie, cerca de mí, hace ya cosas con las manos, nadie trabaja su negocio y todos tienen, en cambio, empleos.
A Enrique López Lavigne, productor de cine, lo he tratado algo en Madrid. Un tipo enérgico, talante emprendedor, esos caracteres capaces de jugar a los dados con la vida y el dinero sin perder nunca la mirada lúdica. Resulta que Enrique y sus hermanos han estado estas semanas atrás liquidando el negocio familiar, la mítica bombonería Santa de la calle Serrano.
El negocio arranca nada menos que en 1930. Su origen es la fábrica de chocolate del abuelo de Lavigne, que amplió la actividad con tres escaparates comerciales en las calles Serrano, Goya y Espoz y Mina. El cierre, casi cien años después, viene motivado por el fin del contrato de arrendamiento, que expiraba con su madre recién fallecida. El caso de Santa me ha vuelto a dejar pensando en las rotundas diferencias entre un oficio y un empleo y entre una empresa y un negocio, diferencias que se agrandan a medida que las vamos observando.
Un negocio de los de antes era, ante todo, una forma de vida, una prolongación de la familia hacia la calle. A menudo, los propios negociantes vivían en el mismo edificio, si no en el mismo local de su negocio. Por tanto, éste era una extensión de su casa, y está claro que uno no trabaja igual en su casa que en casa ajena. El negocio tradicional irrigaba además a la familia, llegaba incluso a constituirla.
Muchos apellidos españoles provienen de la actividad que en tiempos remotos ejerció alguien: Platero, Espartero… El comerciante de este tipo mostraba un orgullo que no es posible encontrar en el empleado: el orgullo de ser la élite de su pequeño y modesto sector, de haberse formado desde pequeño en ese ambiente y, por tanto, tener un acervo inaccesible para el otro.
El negocio integraba de manera orgánica al empleado, que se formaba dentro de él y no de manera subsidiaria; mantenía una familiaridad que lo hacía parte de la estructura. La empresa (hoy incluso las viejas empresas familiares son ya un gazpacho de accionistas) no puede lograr eso por más departamentos de comunicación interna y dinámicas de grupo y actividades extra de limpieza de bosques se les ocurra. De un negocio, incluso de aquellos que se ramificaban y ampliaban plantilla y sedes, seguía responsabilizándose el dueño hasta su muerte. Era parte de su ADN de una manera que no puede entender un socio ejecutivo.
Cuenta Lavigne, que no ha sido ‘bombonero’, que pasó horas en el piso de arriba de Santa. Nació entre bombones, como otros entre zapatos viejos o vaciados de yeso. Vivió el negocio. Antes de los empleos existieron los oficios y yo, que tengo ciento dos años desde que nací, vengo a echar una lagrimita por ellos.