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Opinión

Gonzalo Núñez

Temístocles en Año Nuevo  

Gonzalo Núñez escribe sobre las reformas por hacer de la economía española

Decían los romanos que empezar es la mitad del trabajo. A mí no me gusta contradecir a los romanos, porque hicieron grandes cosas por nosotros: acueductos, carreteras, el circo de Itálica, la poesía de Catulo, las leyes que saboteamos, las termas y el Acta Diurna, que es algo así como el primer periódico. Sin embargo, me parece que la frase “incipere dimidium est” tiene más de motivadora que de realista y probablemente funcione más en la esfera de las tareas cortas que en la de los grandes propósitos. 

Sólo quien se ha planteado un gran propósito sabe qué difícil es ejecutarlo, porque éste requiere no ya de un primer impulso ilusionante, sino de una resolución constante, una motivación sostenida y una renuncia de dimensiones equivalente a la ambición del proyecto. Yo, cuando llega enero, no hago grandes propósitos porque he fracasado sistemáticamente en los pequeños. No obstante, sin proponérmelo del todo, he acabado triunfando en importantes renuncias. Cada quien tiene su método, el mío es no seguir método ninguno para no ser vencido por la presión. 

La clave de los grandes propósitos es la renuncia a la satisfacción inmediata y al bienestar primario, en aras de un hipotético y no asegurado bien futuro. Que ese horizonte final no esté garantizado del todo hace que el propósito sea aún más heroico. En este enero de 2024, no sé cuál será la dimensión de su propósito, el propósito de usted, ni la dimensión correlativa de su renuncia, pero podemos buscar algo de motivación conjunta en un caso de hace más de 24 siglos. 

“España, el país y su economía, vive como si los persas no existieran, como si el futuro no importara o como si éste se ganara sin ninguna renuncia inmediata” 

Cuando Ciro el grande se retiró del Ática y de toda Grecia con el rabo entre las piernas, apaleado en Marathon (490 a. C), los atenienses sabían de cierto que los persas, antes o después, regresarían con más soldados, más naves y más rabia. Los persas volvieron diez años más tarde, con Jerjes a la cabeza de un ejército poderosísimo. Pero los atenienses estaban listos para hacerle frente gracias a un golpe de suerte, a un propósito y a una renuncia. 

En el año 483 a.C, los atenienses descubrieron en su territorio, en Lavrio, unas minas de plata de incalculable valor. De repente eran ricos. Frente a quienes abogaban por repartir dividendos entre la población del Ática, encabezados por Arístides, el gran Temístocles propugnó renunciar a hacer más rico a cada uno de los atenienses para construir una flota de 200 trirremes que protegiera en el futuro a Atenas. El regreso de los persas era una posibilidad remota en las mentes de los atenienses comunes, así que Temístocles tuvo que convencer a la población con motivos más a mano. 

El caso es que, en un alarde de sensatez diríamos que providencial, los atenienses votaron en contra de hacerse más ricos individualmente para protegerse ante una hipotética amenaza futura. Frente al bienestar inmediato, lograron proyectarse a largo plazo y renunciar a la satisfacción inmediata del dinero contante y sonante. A la postre, salvaron su pequeño estado gracias a este propósito que los pilló preparados para repeler al enorme ejército persa de Jerjes. 

Si a los individuos nos compete trazar nuestro calendario de propósitos, a los gobernantes les corresponde medir nuestros proyectos y nuestras renuncias a largo plazo. Hace tiempo que en España vivimos de saquear las minas de plata sin prepararnos para la llegada de Jerjes. El mes pasado, la Organización para Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) vaticinó que diez países nos adelantarán en PIB per cápita de aquí a 2060. Paralelamente, sabemos que el elefante en la habitación del sistema de pensiones dará la cara tarde o temprano. Y así, con todo.  

España, el país y su economía, vive como si los persas no existieran, como si el futuro no importara o como si éste se ganara sin ninguna renuncia inmediata. Y no hay entre nosotros ningún Temístocles ni seguramente somos tan sensatos como los atenienses.   

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