Fernando Méndez Ibisate es profesor de la Universidad Complutense de Madrid.
Quienes realmente debieran sustituir el interés particular o privado por el general o público, es decir, políticos y autoridades en el ejercicio de sus funciones, raras veces –si es que alguna– actúan de tal modo. La predisposición creciente del gasto público en todos los ámbitos y niveles de la Administración, junto con las tendencias de déficit y deuda públicos, así lo muestran. Incluso atendiendo promesas de más y mejores pensiones, sanidad, educación o empleo, pues los políticos siempre nos mostrarán las necesidades y bondades, nunca los excesos, costes, anomalías o aberraciones de sus actividades e intervenciones. Más gasto público no suele ser beneficioso, al menos a partir de una determinada cuantía, no mayor del 30% del PIB.
La situación desde 2008 ha forzado ajustes que fundamentalmente han recaído en el sector privado, economías domésticas y empresas, en tanto las Administraciones Públicas no han experimentado reformas y restricciones tan graves.
Ciertamente, hubo años de reducciones de gasto mínimas; 2013 fue uno de ellos respecto a su tendencia, aunque en términos per cápita mantuvo el nivel por encima de 2005, 2006, 2007 o 2008, es decir, en plena burbuja. Pero es que 2012, contrariamente a todo lo dicho sobre el “austericidio” del Gobierno de Rajoy, fue el año en que mayor gasto público, en términos absolutos, relativos (PIB) o per cápita, hubo de toda la serie histórica. Lo peor del dato es que hay cola entre los gobernantes para superar ese registro, y con orgullo. Da igual el coste… ¡que, por cierto, padecimos en su momento!
Tampoco negaré que hubo partidas o aspectos del gasto que sufrieron mermas en favor de otras que tuvieron que verse incrementadas, como la financiación de la deuda. Mermas que fueron menores de lo expresado o percibido, pues la demanda sobre algunas partidas aumentó notablemente suscitando que, aunque el gasto se mantuviese, la sensación fuera de desistimiento u olvido.
Sea como fuere, entre las inicuas, dañinas y costosas (para el contribuyente) medidas del Gobierno de Rodríguez Zapatero y la inacción del de Rajoy (no considero los meses del desdeñoso, interesado y sectario Sánchez), nuestra economía ha perdido grandísimas oportunidades de acometer reformas en favor de su liberalización, competitividad, productividad y eficiencia.
Se han hecho cosas, por supuesto. Por ejemplo, con el PP, la reforma laboral, aunque timorata, fue en la buena dirección; y la necesaria reforma financiera llegó tras varios intentos y, aunque adecuada, quedó inacabada. Y el Gobierno de Sánchez, que nada es absoluto, ha revertido el denominado “impuesto al sol”, forma torpe y perjudicial para los consumidores de acabar con un enorme déficit energético, generado por decisiones y medidas dañinas previas.
Pero la economía española ha perdido oportunidades de transformar para bien nuestro crecimiento, progreso y desarrollo y mejorar nuestras condiciones de cara al futuro. Aumentaron tales posibilidades tanto las circunstancias políticas, con una ventaja electoral que no supo aprovecharse ni utilizarse en medio de una convulsión de fragmentación de la sociedad, como las económicas, que parece no serán tan favorables: tipos de interés bajos con un gran sobreendeudamiento; precios relativamente bajos y estables del crudo; magníficas condiciones para impulsar nuestra principal industria, el turismo; circunstancias favorables, sobre todo en la UE, para nuestro impulso exterior y la apertura comercial e internacionalización de nuestras empresas como pocas veces se ha dado; incluso cierta aceptación social, ante la gravedad de la crisis, para abordar y acometer reformas varias.
Suelen mencionarse, por las décadas de retraso, parches o malas decisiones y errores cometidos, las reformas laboral; de los sistemas mal denominados de asistencia o protección (pensiones, sanidad y prestaciones por desempleo); energética; de distribución comercial; de liberalización y unificación de mercados; de la Administración Pública, incluido el remate o conclusión del sistema autonómico y su financiación; la reforma educativa, fundamental para nuestra productividad y buen funcionamiento del mercado laboral; la fiscal y de gasto (con límites claros y firmes); la reducción de la burocracia (incluido el número de empleados en las AAPP.) y la consecución de igual trato para Administración y administrados en sus relaciones y obligaciones; etc.
Pero la reforma prioritaria es un cambio completo en la percepción o creencia de que más Estado, más política, más gasto, nos mejora y mejora nuestra condición. Un cambio de valores en favor de la libertad; de la responsabilidad propia sobre nuestras decisiones y actos, nuestras vidas y felicidad; entender que vivir de prebendas o subvenciones quiebra la libertad, tanto de quien las paga, como de quien las recibe, y su búsqueda introduce serios costes produciendo ineficiencias (incluida la corrupción en sus diversas formas). No defiendo la derogación o elusión del Estado. Al contrario, con Adam Smith, considero esa institución de importancia clave en la sociedad. Pero hace tiempo que las propuestas de los políticos, y más en campaña, conducen a su interés particular y no al de los ciudadanos.