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Opinión

El reordenamiento monetario de Milei
Juan Ramón Rallo
Doctor en Economía. Profesor en la Universidad Francisco Marroquín, en el centro de estudios OMMA, en IE University y en IE Business School

La crisis (política) de la vivienda

Hace 20 años, dos tercios de los hogares españoles con menos de 35 años eran propietarios de una vivienda. Por supuesto, en la mayoría de los casos, esa propiedad llevaba aparejada una carga hipotecaria, pero al menos la unidad familiar ya había devenido propietaria y, mes a mes, año tras año, iba amortizando (con intereses) la financiación recibida para adquirir el inmueble. En la actualidad, sin embargo, apenas un 30% de los hogares en esa franja de edad son dueños de una vivienda.

Y no se trata de que las familias jóvenes hayan optado por rehuir la inversión inmobiliaria para incorporar otra tipología de activos a sus carteras patrimoniales. No, no se trata de que hayan cambiado las preferencias de inversión de los jóvenes, sino de que éstos han perdido su capacidad de ahorro y, por ende, de apalancamiento para adquirir una vivienda.

Este cambio tan radical en la estructura de propiedad de las familias españolas no ha sido, de hecho, casual, sino que ha coincidido con la gestación y ulterior pinchazo de la burbuja inmobiliaria. Ésta, la burbuja inmobiliaria, ha sido un enorme fracaso generacional por cuanto, primero, abocó a millones de españoles a comprar un inmueble a precios inflados y por cuanto, segundo, generó una fuerte animadversión social hacia la construcción de vivienda.

Como España se llenó de grúas entre 2002 y 2007, al calor del sobreendeudamiento subsidiado por el BCE, y como esa exuberancia ladrillera nos condujo a una de las crisis más profundas que hemos padecido en nuestra historia moderna, el imaginario colectivo ha terminado asociando la construcción a gran escala de nuevos inmuebles con el pelotazo, la corrupción y la debacle nacional.

Y de ahí, muchos de los males actuales: después del pinchazo de la burbuja, muchos jóvenes no quisieron acercarse a la compra de un inmueble y optaron por lanzarse a alquilar. Habiendo visto cómo decenas de miles de hogares se habían sobreendeudado durante la burbuja y estaban perdiendo sus viviendas en medio de ejecuciones hipotecarias, se prefirió la seguridad del alquiler antes que los riesgos de la adquisición con deuda.

"El imaginario colectivo ha terminado asociando la construcción a gran escala de nuevos inmuebles con el pelotazo, la corrupción y la debacle nacional"

En sí misma, ésta no tendría por qué ser una mala decisión financiera, dado que, en ocasiones, alquilar puede ser más juicioso y prudente que comprar. Sin embargo, priorizar como dogma el alquiler a la compra puede conducir a malas decisiones financieras… especialmente, en un entorno en el que los precios de la vivienda tocaron fondo y comenzaron a remontar sostenidamente ante la parálisis constructora post-burbuja.

A la postre, a partir de 2008, la construcción de nuevas viviendas se frenó bruscamente en España. Por un lado, el Estado dejó de financiar la promoción de vivienda pública, tanto por la percepción de exceso de oferta (crisis inmobiliaria) como por las restricciones presupuestarias. Por otro lado, el sector privado también dejó de promover obra nueva por el exceso de inventarios invendidos, la quiebra de la mayoría de las empresas constructoras y las crecientes restricciones regulatorias y urbanísticas a la edificabilidad.

El estancamiento de la oferta de nueva vivienda, unido al progresivo incremento de la demanda (provocado por la inmigración, el desplazamiento poblacional a las grandes ciudades y la reducción del tamaño medio de los hogares) ha llevado a que el precio de la vivienda haya aumentado incesantemente desde sus mínimos de 2014: hasta el punto de que, en términos nominales, ya ha regresado a los niveles propios de la burbuja pero sin que, en este caso, podamos hablar de burbuja sino de carestía fundamental de inmuebles.

En este contexto, muchos jóvenes se hallan con la soga financiera al cuello: los altos precios del alquiler trituran su capacidad de ahorro y, sin un mínimo acumulado, no pueden hacer frente a la entrada que les permitiría hipotecarse y devenir propietarios. Esta perturbadora situación tiene poca solución si no pretenden atacarse sus causas profundas: la carestía de oferta post-burbuja.

Desde un punto de vista socialdemócrata, habría que promover mucha más vivienda pública; desde un punto de vista liberal, habría que flexibilizar la legislación urbanística para abaratar los costes de edificación. Pero nuestros políticos no quieren hacer ni lo uno ni lo otro y, por ello, la crisis de vivienda no tiene visos de solucionarse. 

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