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Opinión

Juan Ramón Rallo
Juan Ramón Rallo
Doctor en economía. Profesor en la Universidad Francisco Marroquín, el centro de estudios OMMA, en IE University y en IE Business School

Monetizar el déficit genera inflación

Argentina es ahora mismo el país con una mayor inflación en todo el planeta. Y, sin embargo, los culpables de haber generado ese desastre monetario, los ideólogos del peronismo kirchnerista, siguen obstinados no sólo en no reconocer sus errores (que hasta cierto punto es una resistencia muy humana) sino en perseverar en los mismos. 

Sin ir demasiado lejos, la diputada kirchnerista Julia Strada abogó en la televisión por financiar el déficit público del Gobierno mediante la creación de nuevos pesos: si durante la pandemia se pudo hacer sin ninguna consecuencia negativa, ¿por qué no podrían volver a hacerlo hoy? 

De entrada, es mentira que Argentina no haya experimentado ningún tipo de problema por haber financiado sus enormes déficits públicos de los últimos años a través de la emisión de dinero: la altísima inflación actual es justamente una consecuencia de ese despropósito de política monetario-fiscal… tal como el propio ministro de Economía peronista, Sergio Massa, llegó a admitir en el año 2022. Pero, por si acaso no se entendiera por qué emitir dinero para financiar el endeudamiento del gobierno tiende a generar inflación, intentemos explicarlo. 

Primero, un gobierno incurre en déficit cuando gasta más de lo que ingresa en impuestos. Expresado en términos de PIB, imaginemos que el Estado se apropia tributariamente en especie del 20% del PIB, pero, sin embargo, quiere disponer del 50% del PIB: la diferencia entre el PIB que reclama como propio (impuestos) y aquél del que quiere disponer (gasto) es el déficit público, esto es, el déficit serían en este caso 30 puntos de PIB. 

En principio, el déficit debería financiarse con emisión de deuda: si de momento hacemos abstracción del dinero, debería suceder que los dueños de esos 30 puntos de PIB de déficit accedan a vendérselo al Estado a cambio de cobrarlos más adelante con intereses. De ser así, el Estado obtendría 20 puntos de PIB confiscándolos tributariamente y otros 30 puntos de PIB comprándolo a crédito, de manera que podría gastar 50 puntos de PIB. 

Pero, ¿qué ocurre si los ciudadanos no se fían del Estado y, por tanto, rechazan venderle su producción a crédito? Pues que el Estado debería renunciar a gastar vía déficit: si no puede financiarlo, tendría que ajustar sus gastos a sus ingresos. Sin embargo, existe una alternativa irresponsable: si el Estado que quiere gastar más de lo que ingresa es, al mismo tiempo, el emisor de la moneda que emplea la sociedad para intermediar los intercambios, puede escoger crear nueva moneda para comprarles, aparentemente al contado, la producción a los dueños de esos 30 puntos de PIB que quiere gastar deficitariamente. 

Ahora bien, como el PIB total de la sociedad no ha aumentado, si quienes han recibido todo ese dinero de nueva creación no lo atesoran (si no lo dejan en su saldo de tesorería sin gastarlo), entonces, cuando lo dediquen a demandar otros bienes y servicios… sus precios aumentarán (mismo PIB real y mayor gasto nominal agregado es igual a mayores precios). Es verdad que, en presencia de recursos ociosos, el mayor gasto nominal puede contribuir a incrementar el PIB real, pero, sin una perfecta elasticidad de la producción agregada, subirán los precios. 

Todavía peor: si, una vez la inflación se dispara como consecuencia de la monetización del déficit del Gobierno, éste sigue financiando su déficit con nueva creación de dinero (como los precios han subido, es necesario crear aún más dinero nuevo), entonces la inflación se acelerará y su emisor (el Gobierno) caerá en el descrédito porque los ciudadanos entenderán a qué juega: a robarles su patrimonio monetario envileciendo la moneda. En tal caso, la demanda de dinero se desmoronará y la inflación se volverá galopante, como le ocurre actualmente a Argentina. 

Para no repetir los errores del pasado hay que aprender de ellos: y, por desgracia, hay economistas, dentro y fuera de Argentina, que se niegan a hacerlo para calamidad de sus ciudadanos. 

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