“La sucesión crónica de malas políticas de empleo y vivienda tiene a muchos jóvenes, y no tan jóvenes, en cierto estado de infantilismo social, incapacitados para la estabilidad”, escribe el periodista Gonzalo Núñez
Conozco a varias personas aferradas a su alquiler como a un tesoro inca. Es altamente paradójico la ley que le tienen a su alquiler, la fidelidad en el pago, el amor incluso a desprenderse mensualmente de una suma importante. Lo hacen con gusto por una cuestión sencilla: saben que no existe una alternativa mejor y que todo cambio será para mal.
Una amiga mía ha resistido atrincherada varios meses con el techo semi hundido hasta que se han dignado a arreglárselo. En otras circunstancias, hubiera entrado en Idealista y escapado con lo puesto, en mitad de la noche. Pero mi amiga paga un alquiler llamémoslo ‘sensato’ y es consciente, porque lo vemos a diario, de que procurarse otro arrendamiento en este contexto supone empezar a pagar doscientos, trescientos o hasta cuatrocientos euros más de lo que se pagaba hasta hace tres años.
Estos inquilinos, que podríamos llamar de ‘renta antigua’, los que aún no han sido conminados por sus caseros a renegociar al alza o abandonar la casa cuanto antes y los que pagan precios de antes de 2020, son curiosamente afortunados y los mira con envidia quien se lanza al oneroso y proceloso mar del alquiler actual. Normal que se aferren a su tesoro, aunque sea un tesoro de pago.
Juan Ruiz de Alarcón escribió en el siglo XVII una comedia titulada ‘Mudarse por mejorarse’. En ella, un tipo está a punto de atar un casamiento lucrativo con una viuda poco agraciada cuando se topa con las bellezas de su sobrina. Alarcón se alinea con el conocido “Virgencita, que me quede como estoy”. En el caso del alquiler, tal y como lo vemos hoy, muchos miran de reojo Idealista con la conciencia de que más vale amarrar a la viuda. En estos tiempos, mudarse es empeorarse, y no solo en lo inmobiliario.
El alza de precios, a menudo muy por encima de los sueldos, que incluso se han mantenido sin actualizaciones o han sido recortados, aboca a un par de generaciones entre los 20 y los 40 años a un callejón sin salida, por el momento. Estas generaciones encuentran dificultades para acceder a una hipoteca por varios motivos: o no han podido generar los ingresos suficientes para la entrada y las cuotas mensuales o, cuando han podido, se han encontrado con un mercado prohibitivo en grandes ciudades y el estirón final del euríbor. Así, todos se mantienen en espera de tiempos mejores mientras siguen desangrándose en alquileres cada vez más elevados.
Tanto estos como quienes sencillamente no tienen ninguna opción a corto o medio plazo de adquirir vivienda, que son varios millones de españoles, no tienen más remedio que acudir al alquiler. No existe Plan B y, por tanto, han de comulgar con ‘ruedas de molino’ o, los que tienen suerte, quedarse como están, hacerse el muerto antes de que al casero se le encienda la bombilla.
Es el mercado, qué duda cabe. Y el mercado es una cosa sensible y quejosa, que no reacciona siempre bien a los estímulos externos. Pero tampoco se puede decir que el ‘Gobierno del progreso’ haya hecho otra cosa por paliar esta situación que erigirse en activista en redes sociales frente a un problema que figura en sus carteras ministeriales. Y cada vez que eleva la voz es para estigmatizar a los tenedores de pisos, todos ellos ya caricaturizados como despiadados fondos buitre.
Yo, que soy más un observador que un analista, desconozco las recetas, aunque presumo que deben pasar más por acciones en positivo que en negativo, y desde luego no por condenar a un amplio sector de la población que invirtió en su día. Lo que sí está claro, y es lo que veo en este entorno, es que una sucesión crónica de malas políticas de empleo y vivienda tiene a muchos jóvenes, y no tan jóvenes, en cierto estado de infantilismo social, incapacitados para la estabilidad, que es el estado feliz del adulto.