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Opinión

Gonzalo Núñez

Por ellos mismos

“Vivimos bastante adormecidos por un supuesto bienestar, cada vez más menguante. Estamos acostumbrados a ‘esperar a los helicópteros’, a dar por descontada su existencia 

No soy un cínico, pero sí un escéptico benévolo. Por ejemplo, miro con desconfianza, aunque sin saña, el discurso de superación y estoicismo que tanto predicamento tiene en nuestros días. He aprendido que no toda historia de superación es un caso de éxito y que bajo la alfombra de las mentes más fuertes de mi generación quedan, a menudo, pelusas incrustadas. 

En una sociedad en la que cada quien maneja el discurso de su vida desde eso que llamamos ‘marca personal’, es normal que el relato suela ser lo más favorecedor posible. Y, en muchos casos, más importante que la superación, la de verdad, es lo que los cursis llaman la ‘narrativa’ de la superación.  

Mi escepticismo, sin embargo, se detiene ante la gesta de los uruguayos de los Andes, tal vez porque no es ésta una historia de superación, sino de supervivencia, cosa bien distinta. El propio Nando Parrado, que ha conferenciado por medio mundo adaptando su experiencia a un relato empresarial, es al tiempo lo suficientemente honesto para asumir la cruda verdad: Parrado fue el que más miedo tuvo, y esa obsesión por escapar, temeraria al inicio, fue la que lo espoleó hasta el heroísmo. 

Me obsesiona el caso de los uruguayos desde bien pequeño, cuando vi ‘¡Viven!’ en el cine. Aquel impacto me acompaña desde hace 30 años. He leído el libro de Piers Paul Read un par de veces, he visto todos los documentales habidos y por haber, he escuchado todas las conferencias de cada uno de los supervivientes y hasta he tenido la fortuna de entrevistar a Carlitos Páez, el más joven del grupo. Por descontado, he visto ‘La sociedad de la nieve’.  

La historia de los 16 está tan cargada de pliegues, avatares y simbolismos, que es sencillo dejarse llevar por enseñanzas de tipo motivacional. Lo cierto es que su historia es una perfecta combinación de pundonor, organización y fe, pero también de la más asombrosa suerte. 

Si algo me interesa especialmente de este caso, es ese lema que Roberto Canessa ha abanderado desde entonces como enseñanza práctica para el común: “No esperes a que vengan los helicópteros a rescatarte”. Lo que lleva a otra dimensión esta historia (de la supervivencia pasiva a la activa) es la conciencia de que tenían que salir por sus propios medios. Ese punto de inflexión trágico se produce el día 10, cuando se enteran por radio que se ha suspendido la búsqueda.  

Carlitos Páez cuenta repetidamente que Gustavo Nicolich, que quedó en la montaña junto a los otros 29 fallecidos, se acercó al resto y le dijo: “Tengo una mala noticia y otra buena: la mala es que han suspendido la búsqueda; la buena, que ahora tenemos que salir por nuestros medios”. Ese arranque de optimismo me parece de una belleza dramática sin igual. 

Creo que vivimos bastante adormecidos por un supuesto bienestar, cada vez más menguante. Estamos acostumbrados a ‘esperar a los helicópteros’, a dar por descontada su existencia. El rescate, del tipo que sea, es siempre seguro. Hasta que deja de serlo y te quedas con el sentido de orfandad que experimentaron los supervivientes al enterarse de que la búsqueda se había cancelado. Esa conciencia, esa terrible certeza, fue la que los puso en movimiento y a la postre los sacó. Es posible que, de haber alentado aún esperanza, hubieran muerto a la larga aguardando el rescate.   

Leo en una publicación del psiquiatra Pablo Malo que “un estudio de 2016 descubrió que los participantes en una prueba a los que se les dijo que tenían una pequeña posibilidad de recibir una descarga eléctrica mostraban niveles de estrés mucho más altos que aquellos que sabían que con toda seguridad recibirían una descarga eléctrica. Las personas tienden a tolerar menos los resultados inciertos que los malos”. Justo eso, la negra certidumbre y la más trágica aceptación, la certeza de la descarga eléctrica, sirvió de acicate a los 16 para ponerse en marcha.  

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