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¿Quién gana con el desastre atómico de Fukushima? Las renovables no

Por Redacción Capital

Y en un principio podría parecer que así sería. Con unas leyes que buscan lograr que la humanidad viva en un mundo más limpio y saludable, las energías verdes parecen las únicas que pueden sustituir a la atómica, denostada por muchos Gobiernos tras el terremoto de Japón. Pero para desgracia del medio ambiente esto no puede ocurrir. El motivo es muy sencillo, la energía nuclear, que por cierto también es limpia y no emite CO2 a la atmósfera, es una fuente de generación con la que se puede contar siempre. Es decir, basta encenderla para que proporcione energía continua, o de base. Algo que no pueden lograr la generación eólica, solar, hidroeléctrica, etc. Éstas no dependen de ellas mismas sino de factores externos, como que sople el viento para mover los molinillos, que haya sol para que las placas solares empiecen a trabajar, o que llueva. Este déficit de la energía verde origina que sea inútil a la hora de responder a una punta de demanda de energía (verano con los aires acondicionados o invierno con las calefacciones), lo que la descarta en la lucha por ocupar el sitio de la energía nuclear. ¿Quién será entonces la tecnología triunfadora? Pues aunque pueda sorprender, prepárese para el regreso del CO2, ya que el gas y el carbón son los que tienen todas las papeletas para llevarse el gato al agua. Aunque sucios y contaminantes, ambas tecnologías parten con la ventaja de que se puede contar con su energía con sólo encender las centrales, lo que las convierte en las únicos capaces de sustituir a la energía atómica.

Curioso dilema al que se enfrentan los Gobiernos. Apagar la energía atómica nos llevaría, quizá a un mundo más seguro, pero mucho más sucio y alejado de Kyoto. Por si faltara algo, de llevarse a cabo el cierre de plantas nucleares, el precio de la electricidad se incrementaría de forma espectacular. Y es que mientras la energía nuclear tiene un coste aproximado de 12 céntimos de euro el megavatio, el carbón vale más del doble (y si es nacional no digamos), y el gas el triple. Lo único bueno para los bolsillos de los españoles es que no tendríamos que hacer centrales nuevas. Nuestra nula política energética ha provocado que ahora nos encontremos con miles de megavatios de varias centrales de ciclos combinados (gas) absolutamente parados (funcionan al 30% de su capacidad, según Red Eléctrica) porque, sencillamente, la apuesta actual por la energía renovable ha originado que tengamos capacidad de generación eléctrica para tres Españas y varios países de la Unión Europea. Ante este panorama, la mejor solución parece ser la que comentó recientemente el ministro de Industria, Miguel Sebastián, que “consideraba a las nucleares imprescindibles para el sistema eléctrico”. Por desgracia, es cierto. A menos que algún día se logre almacenar la energía, tecnología a la que todavía le faltan demasiados años para ser realidad, y entonces se pueda aprovechar los mejores momentos de viento o los cielos soleados, el átomo seguirá siendo un mal necesario con el que habrá que convivir. Eso sí, tampoco pasaría nada si se aumentara la seguridad en las centrales nucleares y, tampoco estaría nada mal, dejar de construirlas en zonas con elevado riesgo sísmico.

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