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Opinión

Borja Carrascosa

Los fenómenos monetarios y el crimen inflacionista

Borja Carrascosa, director de Capital

Los bancos centrales -y sus “aliados” de los distintos gobiernos– aplicaron en 2020 y principios de 2021 las políticas monetarias más agresivas de las últimas décadas. La pandemia provocó que los planes de estímulo y las inyecciones de dinero en la economía fueran incluso superiores a los que vivimos en 2009, con una oferta de liquidez muy superior a la demanda real del mercado.

Es cierto que esta reacción evitó muchas bancarrotas, pero la reapertura de las principales economías ha dado como resultado un incremento de la inflación en bienes y servicios básicos que está devorando, literalmente, los aumentos reales de los salarios. Y cuando hablamos de sueldos reales, nos referimos a los que deciden libremente las empresas en función de la evolución de los ingresos, no a aquellos artificialmente inflados a través de decisiones gubernamentales.

Históricamente, la inflación ha sido siempre un fenómeno monetario, y la reacción de los responsables políticos suele responder a una cadena de argumentos similar. La primera reacción es la de decir que no existe; la segunda, argumentar que sí hay, pero que es transitoria; la tercera, culpar a las empresas -por ejemplo, a las compañías eléctricas-; la cuarta, responsabilizar a los consumidores, y la quinta, si es necesaria, aplicar control de precios para evitar el crimen inflacionista.

Esta última medida, como hemos podido ver, por ejemplo, en un mercado doméstico como el del alquiler de vivienda de Barcelona, lo que realmente provoca es un desplome de la oferta. Y, por extensión, el estancamiento de la actividad económica.

Por el momento, ningún banco central o gobierno de país desarrollado parece dispuesto a relajar la escalada de medidas monetarias, ya que, en esencia, el aumento de la inflación les beneficia. En España, en concreto, la subida de los precios del CO2 y del gas natural ha permitido elevar los ingresos fiscales de la Administración Pública, adicta al gasto y al déficit.

Pero, a la hora de buscar un culpable del aumento de precios, ya saben cuál ha sido la estrategia: la malvada “especulación” de las empresas eléctricas, la tercera fase de la cadena de argumentos de perfil keynesiano detallada en el párrafo anterior. La rebaja de impuestos posterior es una cortina de humo reputacional que sitúa al Gobierno como hipotético “salvador” de la economía y de las clases medias. Tras ella, la fuerte subida tributaria que pretende aplicar el Ejecutivo en los próximos meses parecerá menos cruel.

Según las previsiones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), la inflación en los países del G20 será del 3,7% este año y del 3,9% el siguiente. El organismo argumenta, además, que la velocidad de la recuperación, tras la “depresión” provocada por la pandemia, ha incrementado las presiones inflacionistas.

El Banco Central Europeo (BCE) prevé un incremento de hasta el 3,5% en noviembre, y recordemos que el objetivo del organismo que dirige Christine Lagarde es del 2%. Este aumento de precios será especialmente crítico en la zona euro, ya que la evolución del salario medio por hora parece haberse estancado. En el segundo trimestre, de hecho, hubo una ligera caída en términos interanuales.

En España, el IPC del mes de agosto arrojó una subida del 3,3% por la escalada de los precios de la energía, pero ya es extensible a prácticamente todos los elementos que componen la cesta de la compra. En noviembre de 2020, la tasa era del -0,8%, por lo que el aumento real es de más de cuatro puntos, y esta escalada de precios no se ha visto compensada por un incremento similar en los salarios. De hecho, según las estimaciones más optimistas, el alza de los sueldos desde los mínimos del pasado ejercicio ronda el 3%.

La inflación perjudica el valor real de los activos -también de la deuda- e impacta en nuestro poder adquisitivo. Distorsiona los presupuestos públicos, incentiva la política del endeudamiento perpetuo y las decisiones coyunturales, por lo que deberíamos reclamar, en aras de la estabilidad y de la certidumbre, un retorno a la ortodoxia monetaria. De lo contrario, el incremento generalizado de los precios puede lastrar la recuperación que tanto necesitan las economías.

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