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Opinión

Redacción Capital

La ciencia – Un recurso económico por explotar

Nadie duda de que la ciencia es el motor del progreso y del bienestar. Los estudios de percepción social realizados por prestigiosas entidades como la FECYT muestran de forma consistente la alta estima que la sociedad española profesa a la ciencia y a los científicos. Sin embargo, este aprecio no trasciende realmente del ámbito ornamental. Si preguntásemos por la necesidad de aumentar el presupuesto destinado a la ciencia y a la innovación, con seguridad la mayoría respondería afirmativamente.

Pero sería una pregunta falaz que generaría una idea equivocada. Puesto que los recursos son limitados, la pregunta verdaderamente informativa sería, a mi juicio, la siguiente: ¿estaría usted dispuesto, con carácter vinculante, a incrementar sustancialmente el presupuesto de investigación a costa del de otras grandes partidas como las de la sanidad o las pensiones? No es difícil intuir el resultado.

La clave que permite entender esta aparente incongruencia radica en los intereses instrumentales de nuestra sociedad actual, que prioriza la inmediata utilidad a lo superfluo. Al contrario que las sociedades más desarrolladas, que desde la Revolución Industrial han comprendido el potencial económico de la ciencia y han sabido materializarlo, el concepto de inutilidad estética que prevalece en la nuestra explica la ausencia de una rotunda demanda social de adecuada inversión en la ciencia. De hecho, su presupuesto se concibe frecuentemente como “gasto en I+D” en vez de como inversión. Aunque es solo un detalle, pone de manifiesto nuestro inconsciente colectivo.

Esta reticencia social no es gratuita. Se debe a la escasez histórica de transformación del conocimiento en valor, y a la falta de educación sobre el interés de una economía de base tecnológica. Y es congruente con el nivel de “gasto” en I+D en nuestro país, que se sitúa en el 1,2% del producto interior bruto (PIB), muy por debajo de la media de la Unión Europea (2,0%), y completamente descolgado del de la mayoría de las economías más prósperas del mundo, como las de Estados Unidos (2,8%), China (2,1%), Japón (3,2%), Alemania (3,0%), Reino Unido (1,7%), Francia (2,2%), Noruega (2,1%), Suecia (3,3%), Finlandia (2,7%), Dinamarca (3,1%), Singapur (2,2%), o Corea del Sur (4,6%).

Y ninguna de estas cifras está cerca de su óptimo nivel. Multitud de estudios de economistas de prestigio como los del reciente ganador del Premio Nobel de Economía de 2018, Paul Romer, han destacado el papel determinante de la investigación y la innovación en el crecimiento y la sostenibilidad económica.

Según la Teoría del Crecimiento Endógeno, el capital humano, la innovación y el conocimiento contribuyen de manera significativa a potenciar el crecimiento porque provocan un efecto spillover (de apalancamiento) sobre la economía, y reducen el efecto de los rendimientos decrecientes de la acumulación de capital. De hecho, los modelos recientes estiman que la inversión en I+D que optimizaría su retorno es, en EE.UU., de 2 a 4 veces superior a la actual. El potencial de mejora en nuestro país es pues enorme.

No partimos de cero. Nuestro desempeño científico es razonablemente alto, como lo demuestra el hecho de que España, la 13ª potencia económica del mundo, ocupe la 10ª posición en la clasificación mundial de producción científica. Sin embargo, en innovación, es decir en valorización del conocimiento, ocupamos el puesto 19º de la Unión Europea, y el 42º del mundo, muy lejos de las expectativas. Es pues imprescindible canalizar de forma mucho más estructurada, integrada y eficiente el conocimiento en el tejido productivo y en la industria tecnológica. Así ocurre en la mayoría de los grandes epicentros tecnológicos, como Boston, Taipei, Seúl, Toronto, Uppsala, Nueva York, la City londinense o Silicon Valley en San Francisco.

La inversión privada en I+D es otra de nuestras carencias. En los Estados Unidos, el 73% del gasto lo realizan las empresas, es decir, 3 veces superior al del sector público. En España, el sector privado invierte el 0,7% del PIB, más o menos la mitad que el público. Resulta crítico dinamizar el sector tecnológico con actuaciones tajantes que, por su capacidad legislativa y financiera, solo puede acometer el Estado. No estamos hablando de décimas sino de grandes reajustes presupuestarios capaces de generar la suficiente masa crítica que garantice el rendimiento de la inversión, tanto en el ámbito público como en el privado. Esto y no otra cosa es lo que hacen los países generadores y exportadores de tecnología.

Pero seamos realistas. Las políticas públicas, sujetas al periódico examen electoral de la voluntad popular, no pueden asumir estos postulados sin un firme respaldo social. Resulta pues imprescindible convencer a la sociedad mediante una cultura pedagógica basada en datos y en hechos, aunque sean prestados por el ejemplo de los países más industrializados. Esta es la clave, y no saldremos de la perlesía económica hasta que no asumamos completamente estos postulados.

La solución definitiva pasa por la educación, principalmente la infantil. Pero incluso una (impensable) actuación inmediata y contundente en este sentido tardaría una generación en consolidarse, hasta que las nuevas mentes conformasen una mayoría social y dominasen la opinión pública. Esto es complicado si quien tiene que instruir ahora a los innovadores del mañana no tiene esta convicción. Peor aún, durante una generación demográfica normalmente transcurren varias generaciones políticas. Bastaría con que una de ellas interrumpiese el proceso para dar al traste con el cambio.

Pero no nos escondamos detrás de los políticos, que indudablemente tienen su responsabilidad. La respuesta y la esperanza inmediatas están en cada uno de nosotros. Volviendo a la pregunta inicial, ¿estaría usted dispuesto a prescindir de algunas prestaciones o a pagar más impuestos para invertir seriamente en el futuro del país en el que tienen que vivir sus hijos? Si es así, demándelo con decisión. Nadie lo hará por usted.

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