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Opinión

Redacción Capital

El verano de los autónomos y otros unicornios

“Ser autónomos tiene una gran ventaja: vivir una experiencia inmersiva a los remos de una galera otomana”

Mi padre me dio un consejo en mi primera infancia: “Cada vez que te sientas inclinado a criticar a alguien, ten en cuenta que puede ser autónomo”. Han tenido que pasar muchas cosas malas en mi vida para que ahora me vea dándole la razón con conciencia de causa. Ser autónomo tiene una gran ventaja: vivir una experiencia inmersiva a los remos de una galera otomana. El resto es a pérdidas. Y lo peor de todo es el secuestro del verano.

El mío ha tocado a su fin sin que aún sepa si ha sucedido. Cuando entendí que procedía volver a casa estaba empezando a comprender que “eso”, aunque no lo creas, eran mis vacaciones. Dicen que para interiorizar un hábito hacen falta 21 días: las vacaciones dejan margen suficiente para adquirirlo, recortando por el principio y el final. Las vacaciones de la “gente normal”, se entiende.

Yo he venido aquí a decir que no hay peor verano que el del autónomo. En general, no hay peor “lo que sea” que el de los autónomos. Como trabajador, lo mismo que como empresario, el autónomo no es “ni chicha ni limoná”. Es un “hombre poco hecho”, que decía Pujol de los andaluces. En ese sentido, es normal que sus vacaciones sean una cosa informe, un puñado de horas lanzadas con mala baba sobre el calendario laboral y allá te las “avíes”.

Como las vacaciones son más un estado del alma que otra cosa, raro es el autónomo que las disfruta, aunque saque unos días, unas semanas. Incluso en esos ratos, o sobre todo en esos ratos, pende la amenaza. El verano del autónomo es algo así como irse de vacaciones con tu chica a Conil y, mientras eliges restaurante, encontrarte con su ex y su nueva pareja en iguales circunstancias: algo que obliga a juntar las mesas, estar siempre con la mosca detrás de la oreja y no bajar la guardia cuando a los postres traen el limoncello.

Nunca sabes cuándo esa llamada de teléfono que justo te pilla anclando la sombrilla va a ser una risa o un drama, tu primo Juan desde Londres o el cliente ansioso que siempre es justo aquel del que no puedes prescindir (quien más paga, más derecho tiene a fastidiarte los planes).

Los autónomos, como el señor con incontinencia, siempre tienen que excusarse ante los demás: “Disculpa un momento, que ahora vuelvo”. Figuradamente, siempre necesita ir al baño. Lo peor del verano del autónomo no es tanto que no exista, sino que encima genera deudas morales y culpa. Es bajarse de la tirolina para atender una llamada, volver, engancharse el arnés y que encima te miren con cara de “aquí estábamos, esperando...”.

En tanto me decido a la paternidad, pruebo con lo más parecido. Dice Manuel Jabois que dice Xacobe Casas que “tener un hijo es como tener algo siempre al fuego”. Un autónomo sería aquel que está sentado sobre el infiernillo, apretando el esfínter. No quiero imaginar ser las dos cosas a la vez.

Por eso, contra toda lógica, saludo la llegada de septiembre como ansiaba la muerte Quevedo, para que “mi vivir ordene”. Septiembre no admite componendas, va por derecho: aquí se trabaja. Lo cual es un gran alivio para el autónomo. Se acabaron las excusas, las decepciones y las mentiras. Se acabaron las relaciones paralelas, las amantes de dos días y fingir que merecemos algo de tiempo en estado químicamente puro.

El mejor autónomo es el que no tiene tiempo para pararse a pensar: significa que le va bien el negocio y además no va a enterarse de que no tiene vida. Yo, en tanto freelance, sólo aspiro a un éxito tan clamoroso que me haga olvidar incluso que la tuve. En ese sentido, gracias a Capital por contribuir con estos encargos. A sus pies y para lo que mande, findes, festivos y vacaciones incluidos.

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